jueves, 12 de julio de 2007

Aire de tango, el musical




Aire de tango, el musical

Una obra que se inspira en el Guayaquil del siglo pasado.


Muerte-vida-muerte es la estructura circular del musical.
Reportaje gráfico de
Marú Vélez
Diplomada de reportería gráficaYurupary-


Dentro del pecho pide rienda el corazón. ¿Amor? Amor son ganas...".
Aire de Tango, la Revista Musical, inspirada en la novela homónima de Manuel Mejía Vallejo, llevada a las tablas por los familiares del desaparecido autor antioqueño: Dora Ramírez, la suegra; Dora Luz Echeverría, la esposa y María José y Adelaida Mejía, las hijas, es el resultado del ambiente artístico y los temas que han obsesionado a ese clan relacionados con la cultura paisa.
La revista musical, fiel a la obra literaria, da cuenta a través del baile, la música y la puesta en escena de la cosmovisión que se desarrolló en el Guayaquil del siglo pasado, donde el tango y la muerte trágica de Carlos Gardel, en l935, en Medellín, marcaron de alguna manera la identidad individual y colectiva de los colombianos.
Fue un momento en el que el desarrollo atrajo a hombres y mujeres del campo que se vincularon a la vida de la ciudad como obreros, o en otros oficios: en el servicio doméstico o en el mundo oscuro de la prostitución. Más tarde fue otra cosa: a mediados del siglo XX la violencia obligó a los campesinos a migrar hacia un contexto urbano donde la poética de los tangos resumió su desarraigo, su desesperanza, toda la soledad que encontraron.
El musical tiene una estructura circular muerte-vida-muerte. La obra inicia con el accidente de Gardel y el nacimiento de Jairo y termina con el homicidio de éste, un personaje seductor, un bailarín que las mujeres se disputan, que es violento y peleador, respetado por todos y por el cual, con su muerte, Guayaquil se desintegra. La presencia del licor proyectada en un telón de fondo es integrada a la narrativa cuando se marcan 13 puntos de cambio en las escenas con una copa de aguardiente que se toma, cada vez, Ernesto Arango, personaje y narrador en off, el gran amigo y asesino de Jairo.
El contraste de los elementos artísticos están a disposición de la dramaturgia que desarrolla el musical. La tragedia y la fiesta; el tango tradicional contrapuntea con el del gran Astor Piazzolla; el sincronismo de las parejas de baile también lo hacen con la libertad y la "improvisación" de la danza contemporánea; la puesta en escena (donde se recrean en cinco cuadros situaciones típicas de Guayaquil), con proyecciones de video que complementan la información, o con las fotografìas de Gardel, las cuales ha coleccionado Jairo, intentando buscar en ellas su propia identidad como en un espejo, semejante al de los bailarines antes de salir al escenario para seducir a los espectadores con la recreación de la vida del arrabal.
Tal como sucede en la novela, la música aporta a la narración y se mete en las historias de tangos conocidos como Cambalache, Muñeca Brava, Cristal, Tengo el Corazón Hecho Pedazos, la Última Curda, Piazzola, y otras varias milongas. Pero también con salsa, boleros, habaneras o "Il adagio di Albinoni", al inicio del espectáculo, que hace de la muerte de Gardel y el nacimiento de Jairo un momento inolvidable y conmovedor.
"Jairo nació el día donde allí, en el aeropuerto, se tostó Carlos Gardel, como si quisiera asomarse a ver el choque. Tal vez porque decían: "murió Carlitos, naciste vos", le cogió rabia y queredera a esto de tangos y milongas. Desde patojo se las aprendió, era dicha de las tías verlo en arranques de guapo a destiempo. Hasta que un tío homosexual y trasnochero le dejó un cuchillo (...) y a los cuchillos se aficionó. Me parece verlo... "Vean, se mete uno a guapo y hay que seguir de guapo si es guapo, o sostener la cana si no lo es...".
Para Dora Luz Echeverría, la directora general de la Revista Aire de Tango, quien vivió la concepción de la novela, "...el musical se desenvuelve en un continuo musical, el cual es escénico a través de montajes coreográficos enlazados entre si, en cinco cuadros temáticos: Jairo y las mujeres, lo íntimo; Jairo y los hombres, la cantina; el desafío; la serenata; y el fin; cuadros que introducen al espectador en un mundo lleno de pasión e intensidad, que hablan de un Medellín pasado, un Medellín de recuerdos, pero también de un Medellín presente que mantiene la fuerza de la vida por encima de todo...".
Al terminar la función se tiene la impresión de haber vivido una noche en el Guayaquil de Jairo, Ernesto Arango, Pascasio, La Cachorra, Chelito, de La Muñeca Brava y de Juana Perucha, "la madame", cuyo suicidio, según María José Mejía "...al igual que la muerte de Jairo y Pascasio anuncian el destino del barrio y de su gente...".
Y nos vamos con el tango que concluye la novela y que escucharon ellos: "... Voy a meter en el piano la última moneda, que Gardel cante mi última canción: "Sentir que es un soplo la vida..." .


(El Colombiano 12 de julio 2007)

viernes, 6 de julio de 2007

El patio sin Aníbal

Manos en el fuego


El patio sin Aníbal


Jaime Jaramillo Panesso


Aníbal se llamaba. Le decían El Gordo, pero no era gordo de grasa, sino que estaba relleno de tango. Había pescado esta musical enfermedad durante su juventud, cuando apareció la pandemia. Como nunca ha existido vacuna para la tanguedia, al Gordo le ocurrió todo lo contrario de Alberto Aguirre, ese del pelo descachalandrado que escribe en una revista de fruslerías bogotana. A Alberto se le ralló el disco y lo intoxicó. Entonces se tornó alérgico delirante. Al Gordo lo reformó de su vida pasada y lo puso a vivir del tango, que ya había sido policía y carnicero.

Si esos iniciales oficios hubieran acicateado la inteligencia del jericoano Moncada, es muy probable que no desembocara en esa tormentosa bohemia de sus clientes y otras veces en la del propio Gordo. Uno de ellos fue otro jericoano de “nacencia”: Manuel Mejía Vallejo. Para que su amor por El Mudo Gardel prosperara, instaló una cantina con el nombre de Patio del Tango, primero en la frontera con el Barrio Guayaquil y luego la trasladó al Barrio Antioquia (dizque Barrio Trinidad, rebautizado así por concejales conservadores para tapar la metida de pata de haberlo declarado antes “Zona de Tolerancia” sexual). Allí Aníbal se asentó con toda su familia a trabajar el duro arte combinatorio de cantinero y jefe de cocina, con especialidad en carnes de corte argentino, como el churrasco a lo Moncada de 750 gramos, jugoso y limpio.

El Gordo montó El Patio del Tango a partir de su condición de “pater familias”. Allí laboraban su esposa, sus hijas, los maridos de estas, los nietos y llegó hasta el círculo de los biznietos, amén de los artistas cercanos a su corazón de empresario ad hoc y padrino, como Armando Moreno y Luís Correa. De tal manera que conformaba un todo residencial con hospedaje para cantores y músicos del género y las tres generaciones de Moncadas y moncaditas, todos ellos viviendo con “los cosos de al lado”.

Aníbal tuvo comunicación directa y extrasensorial con San Romualdo, forma piadosa como llamaba a Gardel. En cierta ocasión cayó enfermo con la mitad de su cara paralizada, impedido para cantar y para hablar, dirigió sus oraciones a San Romualdo y lo curó. En otra oportunidad una nube oscura y sin agüeros se vino encima de la tarima de los artistas que, esa tarde en la plaza de Andes, presentaban un espectáculo musical. Nadie dudaba de que caería el chubasco a la hora inicial del acto, ni el alcalde dudaba siquiera. Pues el Gordo habló secretamente con su ángel protector, Carlitos Gardel, y la nube se fue a llorar a otro paraje. En resumidas cuentas, Aníbal Moncada pudo justificar plenamente el altar que, en junio, precedía la conmemoración de su santo.

Complementó su formación todera con la fonomímica de cuenta chistes y música mexicana, para lo cual solía usar un inmenso sombrero charro. Pero dos actividades centraron su dedicación: cantar tangos y milongas y bailar los mismos géneros. Ese trasegar en la música ciudadana le permitió viajar en varias oportunidades a la Argentina, y al regresar, dar cátedra a los demás tangueros, a promocionar a sus ahijados cantores, hijos de figuras populares como los señalados atrás, pero inferiores a sus modelos paternos.

Sentarse a la mesa con el Gordo Aníbal era mirar la época violenta del barrio y su visión de los pandilleros, conversar sobre temas musicales o de la política local y verlo hacer gárgaras con el aguardiente puro, para descrestar a los contertulios. Sabemos que varios clientes dejaron vales firmados, deudas pendientes. Paguen. No ocurra que junto a sus nuevos compinches de milonga celestial, venga a cobrar el vento que le deben.

martes, 3 de julio de 2007

EL PATIO DEL TANGO

EL PATIO DEL TANGO
Darío Ruiz Gómez


Las palabras nos hacen, nos moldean, nos retrasan o adelantan en el tiempo interior que van alcanzando nuestras vidas. Tiempo interior que nada tiene que ver con el llamado tiempo de la Historia, o sea con aquello que sucede en la exterioridad, en la vida política y social. Al llegar a los cincuenta me decía alguna vez Aníbal Moncada, ya uno no cumple años sino que empieza a dejar de cumplirlos. Y lo aseveraba con la mirada extrañamente respetuosa de quien, como él, había transitado por entre dificultades y azares que son en el tráfago de la vida de las gentes populares algo más que simples anécdotas en boca de quienes reducen ese azar propio de la vida a superfluas anécdotas.
Cuando pienso en el Guayaquil que describía Aníbal Moncada me estremezco frente a aquellas tumultuosas imágenes de gentes viviendo en medio de una marejada incesante de crueldad, de desafiante violencia paradójicamente necesaria para lograr sobrevivir en territorios abandonados por la ley y cuyos propios códigos de honor constituían el único vinculo ético para lograr que la existencia no se dejara ir del todo hacia la vorágine de lo peor. Esto del cuchillero, del compadrito, un destino sin destino, lo percibió Borges con su crónica lucidez: el baile, la música representan un espacio autónomo donde lo lúdico es la respuesta a la muerte, al dolor, al sufrimiento, convirtiendo la ceremonia en metáfora de la condición humana y expresión de un instante que solo se repite cuando en el tiempo y los días se reinicia la ceremonia con la presencia de los muertos.
Sin voz, atento solo a lo que significa vivir entre esas músicas y letras tomadas como un origen propio, Aníbal Moncada fue testigo de todos los infortunios que las distintas violencias arrojaron sobre la vida de Medellín, sobre el arrabal que solo buscaba frente al atropello aspirar a esa calma necesaria para que la nostalgia se adelante a la hora de la muerte, para que los niños de la calle se sorprendan de su propia lucidez. Ahí a su lado desfiló el terror y la infamia de lo peor mientras Aníbal Moncada sostenía impasible ante los ejecutantes de esa crueldad que el baile y el canto constituían el área sagrada que se debía respetar. Por eso no se fue de su barrio ni cayó en el error de convertir su santuario en un escenario turístico maquillado.
Alguna tarde empezada ya la noche un automóvil se detuvo y se le acercó una moto con dos muchachos que recibieron una metralleta y algo espeluznante, una foto. El Gordo me miró indicándome la vigencia de los territorios que frente a su santuario se tocaban y que le permitían ser respetado en un lugar caracterizado por la extrema dureza de la violencia. El código adquiría su dimensión verdadera, los límites se respetaban frente al crimen y al delito que esos otros habían asumido. La fuerza sobrecogedora de la música, la persistencia de un ámbito social de enamorados de una forma de canción en extinción, ceremonia secreta de clandestinos oficiantes, el tango aquí en esta desolación alcanzaba un porqué, una razón de existir como expresión de firme resistencia de amistad, de realidad verbal transfigurada por la poderosa capacidad de un narrador convirtiendo en leyenda aquellas situaciones y llevándolas hacia las letras y las melodías donde la vida era triste y nostálgica, pero no infame.
Yo no sé si eso sea el tango o si Aníbal Moncada fue un excelso representante de esta música, solo sé, que aquel patio que caminó de Guayaquil al barrio Trinidad, tuvo la propiedad de convertirse para muchos desolados de si mismos en un lugar en el tiempo al cual seguirán para siempre acudiendo.

AL GORDO

AL GORDO

José Guillermo Ánjel R.

Querido y recordado Aníbal, usted fue el tango. Y en un país como el nuestro, que se parece tanto al barco de El holandés errante (que navega eternamente cargado de criminales, traidores y gente olvidada de D-s), lo tanguero, este estado de danza y desesperanza, es uno de las pocos espacios que aun quedan libres de miedo y atropellos Es que en el tango no se miente ni se baila sobre el muerto. Quizás se delire, se llore, se enloquezca, pero no se abusa ni se denigra. Y aun en la más dura de las situaciones, al final de cada asunto hay siempre dignidad. El tango, entonces, es una manera digna de marginarse a todo lo que es caos, confusión, servilismo y postración. No en vano los exilados (internos y externos) lo bailaron hasta olvidar toda soledad y abatimiento.

Se diría, Aníbal, que el tango es un escapismo. No, yo diría que es una protesta contra un mundo que no da más, que políticamente está podrido y éticamente es una mala ficción. Es una danza que contiene en su interior lo que todavía no se ha podido esclavizar: la pasión por estar vivos. Y cuando se vive, lo más importante es la vida, la claridad en la palabra, la acción honesta, el baile que seduce en lugar de hacer trastabillar. Usted bailaba el tango, la milonga, el candombe, el valsecito criollo. Y fue lindo ir hasta los lugares que habitó porque allí no existía más que lo que hacía sentir el bandoneón, el violín, el piano y el contrabajo. Había mucho de exorcismo en esos sitios.
A Émil Michel Cioran (el controvertido pensador rumano) le gustaba mucho el tango, querido Gordo Aníbal. Y tenía una razón: cada vez podía ser más triste pero, en esa tristeza, libre y libertario. Quizás usted pensara como Cioran o hasta es posible que no supiera siquiera que existía un filósofo tanguero. En el tango los seres anónimos son abundantes, la mayoría sobrevivientes de algo y, como en la novela La tregua, de Primo Levi, van en direcciones contrarias, teniendo claro que más importante que comer es tener zapatos. Porque primero hay que tener con qué llegar. Bueno, querido Gordo, murió usted en paz, de viejo, sin que le quitaran lo bailado. Ganó por una cabeza.
Memo Ánjel
EL COLOMBIANO, junio 30/2007