lunes, 17 de diciembre de 2007

Evocando a Roberto Goyeneche



Evocando a Roberto Goyeneche

Qué falta nos hacés, Polaco

Reinaldo Spitaletta

¿Quién era ese cantor que sugería silencios, cantaba el punto y coma, y se quería morir en cada irrepetible interpretación?, ¿quién era ese fraseador impecable que, según tantos, fue el vocalista con más calidad expresiva que ha tenido la canción de Buenos Aires? Roberto el Polaco Goyeneche (29 de enero de 1926-27 de agosto de 1994) cuando se murió, hace once años, era una leyenda popular, amado por rockeros y músicos de otros géneros, y, por supuesto, por los seguidores del tango. La leyenda continúa.
Entre los militantes de la logia tanguera (bueno, también entre los de la salsa, la ópera, el jazz...) siempre se dan discusiones, casi siempre bizantinas, muchas de las cuales pueden terminar a puñetazos: qué este es el mejor, que el dios es Gardel y los demás son sus querubines, que en el Olimpo están también Marino y Floreal y Dante y Durán y Rufino y Morán y Rivero y Sosa.
No importa. La lista de los elegidos es mayor. Pero, sin duda, el Polaco (bautizado así por el Paya Díaz) dejó un legado de excelente interpretación, un artista 'con vicios de cantor'. Poseedor de un oído absoluto, que jamás desafinó, ni siquiera en sus tiempos de decadencia, cuando su garganta con arena seguía atrayendo a los duendes de la noche porteña.
Goyeneche se inventó a sí mismo, con un estilo heterodoxo, respetuoso de la gramática y de las letras, que, como diría el periodista argentino Jorge Göttling, llenó el tango de sugestión y lo hizo más creíble. Su modo de cantar, de decir, hizo que, en diversos escenarios, lo compararan con Sinatra, con Maurice Chevalier o con Edith Piaf, como pasó en sus presentaciones en París. En su debut en el teatro Chatelet de la capital francesa, con un auditorio sapiente que no sabía español pero entendía la calidad del artista, Goyeneche cautivó tanto que en los diarios lo calificaron como 'el nuevo gorrión de París'.
Goyeneche es capaz de enmudecer al público leyendo la Biblia o la guía telefónica', según un comentario de Le Monde. Su estilo, tantas veces irreverente, hipnotizó en su patria tanto a los amantes del género como a los jóvenes rockeros, porque, para Goyeneche nunca el tiempo pasado fue mejor. Siempre estaba en renovación. 'Tanta fue la veneración popular que, sobre el final, con la respiración empaquetada por el rigor del enfisema, el público aplaudía hasta su tos', declaró Göttling.
Tal vez uno de los momentos cumbre del cantor fue su concierto de 1982 en el teatro Regina de Buenos Aires con Astor Piazzolla. A ambos siempre les molestó lo repetido, 'la naftalina', y ambos, a su modo, eran revolucionarios, vanguardistas. Piazzolla calificó ese encuentro como una 'unión de amor', de la cual quedan versiones como Balada para un loco, Garúa, Cambalache y Chiquilín de Bachín, entre otras. '...Siempre digo que al que no le gusta Piazzolla se embroma. Mi madre siempre decía que los caballos no comen bombones y eso va para quienes no lo entienden: Piazzolla fue puesto por Dios para que le coloque membranas auditivas a la gente, para que la gente aprenda a escuchar. Cuando Dios lo puso sobre la tierra le dijo: 'vaya y eduque a la gente. A los que tienen orejas de burro póngales membranas auditivas', decía Goyeneche.
Desde su aparición como cantor, en la orquesta de Raúl Kaplún, en 1948, hasta sus días finales, Goyeneche entregó todo por el canto: 'tu vida tiene un karma, cantar, siempre cantar', le compuso Cacho Castaña, en una creación que se volvió un bello retrato del viejo Goyeneche. Otro de sus momentos históricos fue en 1991 el espectáculo 'El rock homenajea al tango', en la Nueve de Julio, la avenida más ancha del mundo. El Polaco cerró una noche en la que habían desfilado, entro otros, Alejandro Lerner, Juan Carlos Baglietto, Fito Páez, Patricia Sosa. Cincuenta mil pelados lo ovacionaron largamente.
La vida del Polaco fue una extensa lección de interpretación. Charles Aznavour, por ejemplo, se fascinaba con el modo de frasear del argentino. De su paso por el mundo quedan múltiples muestras de excelsa calidad, de la cual dan cuenta 349 grabaciones, sus apariciones en películas como Sur y El exilio de Gardel y cada noche de su ciudad, en la que renace.Lo recuerdan, todavía, asuntos más elementales, como su barrio Saavedra, su equipo el Platense y alguna mesa de cafetín de Buenos Aires. El loco nos sigue invitando a volar por las cornisas con una golondrina en el motor. El día no amanece y es cuando hay que hacer un pedido inacabable: Polaco, cantanos un tango más.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

De Borges y el tango



De Borges y el tango

(Ensayo sobre dos que bailan la realidad y la irrealidad).

José Guillermo Anjel R.

Dedico esta conferencia Benjamín Schneid, hombre de Belgrano que lee señales invisibles. Para vos, ché.

Introito.

No sé qué tenga el tango. Quizás sea una mujer que baila en las venas del hombre que la piensa y, mientras danza, lo tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se hace con las notas del bandoneón, para asombro de golondrinas y aves que llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se hace costanera delante de Buenos Aires, sonríe y llora al mismo tiempo. En términos de Borges, sería una mujer que se mira en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del tigre.

El tango y Borges nacen por el mismo tiempo. Y se hacen de Buenos aires. Y cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción en ciudad y laberintos, Borges también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el encanto del sonido y las palabras. Y el de la memoria y la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los inmigrantes que entren en esas músicas del bandoneón y de las palabras escritas.

Del tango se ha dicho que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació en el crimen y en el sexo que se compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el tango acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no tiempo y el tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no lugar, un no tiempo, esto que en física llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento.

Evaristo Carriego y Palermo.

En un texto sobre los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en los versos de Carriego, que habla de la formación de las sombras y de la construcción de los silencios. También de los desaciertos, los odios y las palabras que no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para sentir al Buenos Aires que crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar, Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en Borges no es una extensión de la pampa sino un campo inglés, sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban las fieras.

Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga, el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta. Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y la cuchillada tardía y traicionera. Letras milongueras las que escribe Borges rememorando a Palermo, y viviéndolo en la imaginación y la memoria cuajada de nativos y extranjeros que se relegan la cuchillada como en una carrera de postas. Y que cuando no hay quilombo, se funden en sus amplitudes y estrecheces. Caserones amplios y frescos, para los criollos: casas estrechas y sucias las de los gringos. Los primeros con la poesía limpia en la boca, los segundos con los versos sucios de la pobreza. Y en los dos, la tristeza y los rencores, los amores a medias y las visiones de lo imposible. Palermo es campo mítico, donde lo bueno y lo malo no existen, como en las tesis de Spinoza, sino que se vive por lo que venga, sin que D-s medie para nada. Es la guitarra y el facón, la voz que se alarga y el puñal fino. Y las mujeres que esperan la danza y el crimen por amor. Danza entre hombres, danza de machos que cortejan como gallos, que se lucen en las fintas y los firuletes, en el taconeo y el brillo de las espuelas. Se baila el sentimiento, el deseo, la muerte que se cuaja en el aire y en las miradas. Es como si de esas guitarras salieran diablos para revolver las sangres. Es que los días de ese Palermo de Borges y Carriego son los del caos inicial, los de la formación del mundo donde los opuestos se enfrentan y de dos verdades brota la tercera, que es como se crea el camino de la esperanza y el de las palomas al cielo. Y el del brillo de los cuchillos, capaces de desollar un toro o a quien se cree el toro.

Con Carriego y los versos de lo acontecido en la realidad y la irrealidad, afloran los sentimientos cuchilleros de Borges, las penumbras apenas iluminadas por la hoja de metal puntudo, las manos que a más de domar potros y enfrentar vientos duros, buscan también la sangre del otro. Es que en la sangre se fundan las ciudades y la primera piedra, antes que el inicio de una casa, es una lápida o un mojón con una bendición encima. En ese Palermo de Carriego y los asombros de Borges, Buenos Aires se hace desde el Norte dejando el Maldonado que se ha hecho en las fronteras de las peleas y las guitarras. Ese Maldonado milonguero, de mataderos y gente de cuchillos cortos (que los largos eran de gente sin clase), que se extendió por manzanas enteras haciendo correr historias prostibularias y de guapos que morían sin soltar prenda, de malevos a caballo y luciendo chambergos propicios para lucir en el lance y en caso de ser difuntos, también es barrio decente, donde la moral apenas tocada se convierte en deshonra. De todo sucede allí en esos inicios de Buenos Aires. Y los opuestos, como pasa con la letra álef, son la creación que ya no se detiene. De una muerte barrial nace la ciudad. De un barrio que se olvida y del que no queda más que una memoria fabularia, aparece la Buenos Aires de un Borges que trajina por el no- tiempo, única medida de la eternidad y lo borgiano. "Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir el inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas", escribe cuando concluye su capítulo sobre Palermo, que a mi me parece que es el alma del tango y de la milonga, la del amor y de la muerte, la de la nostalgia y el honor partido en dos por un cuchillo o la traición de una mujer. También por la cobardía de uno que mató desde la sombra y así se hinchó de miedo hasta reventar.

En ese Palermo, donde los tangos y las milongas hacen parte de los ambientes de luz y de sombra, de cuchillos y de percales, de dones y de don nadies, de guapos que vienen a acuchillarse y de mujeres que se juegan las ilusiones y los pesares, Borges escribe sus relatos más tangueros. El hombre de la Esquina Rosada y El Sur. Y la prosa El Puñal. En el primero, donde el crimen pasional es la línea, y todo por una mina de todos, por una jermú del más guapo, ganada con baile y billetes, el tango y la milonga están presentes en un segundo espacio. Sin esa presencia musical, el relato se habría quedado sin ambiente propicio y Francisco Real hubiera sido una sombra: " y luego la abrazó como para siempre y le gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó: -¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!-. Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango". Luego, ya se sabe, al Francisco Real, le llega la muerte y de la boca le sale: "tápenme la cara". Y acota el Borges: "Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía". Y del asesino anota su reflexión: "en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio". Y concluye diciendo del arma homicida: "Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso, que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre". En este punto, leo en Borges la síntesis del tango duro, del apache, de ese que refiere las historias de los malevos y los desamparados. De ese tango y esa milonga donde todo se asume con honores y de frente, para que se sepa que hay dignidad. Y que el cuchillo nada tiene que ver cuando no se está a amando con la mano. Esta historia ha sido musicalizada por Piazzolla, para que la música asuma la calidad de testigo y de memoria, para que se baile el cuento, para que se sienta y se maldiga o se bendiga, no lo sé muy bien, que en la historia imaginada de Buenos Aires todo es posible. Igual que en la Lujanera y Rosendo Juárez. Lo mismo que en el tango y la milonga, en el candombe y el valsesito criollo, músicas a las que hay que perderles el temor porque habitan en nosotros desde el séptimo día, horas en que se criaron los miedos.

En El Sur, la historia es la de un miedo y una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una historia de tango y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de muerte. "-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta...". Luego es Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar, la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para que la llanura le vea la muerte, para que el Sur lo inicie en la memoria y alguien le cante el lance. Lo demás, más allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las líneas de la mano de una grela que no admite que se está quedando sin carnes.

En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo milonguero, está definido en dos renglones que concluyen una historia corta sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles". Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado en el olvido, pero con memoria para cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa en La Intrusa y en la muerte de los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió Borges haciendo la lectura de Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una emboscada, una tocaia grande como diría Jorge Amado, que es hombre de candombes. Y de delirios propicios a la escritura.

Borges y el tango que no vemos.

El tango es de lupanar, pero también de gran salón. Es de cuento entre putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la Historia Universal de la Infamia y de las Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los de esos desconocidos que habitan bibliotecas circulares y ecuaciones infinitas.
El tango, decía, es danza de lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E igual es Borges, que en su literatura asumió lo de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que está arriba que lo que está bajo. Y del jardín que se mira, se ven las estrellas, como defendía Giordano Bruno, el hereje.

Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor, para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo ginebrino, de lo arcaico en el cielo y lo miliunanochezco. Esta ubicación (o desubicación), nace del desprecio por el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces, desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un cadáver momificado y acético a toda desmesura. Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo elegante y ágil que mantiene la muerte a mano. Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos.

En ese tango que no vemos, que suena y se toma las azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y al de la imaginación, que es como la danza, donde todo depende de los firuletes y los quiebres de mirada. Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque asumió esta música desde el fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su violín interpretaran una milonga y un tango apache, canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las putas de las pulperías, y también al de la ciudad que se desarrolla entre memorias de lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la luz del sol.

Bajo esta posición herética, la de un Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales, perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y esas que representan todas las expulsiones del Paraíso. Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el criminal y en esta magnificación lo convierte en un antihéroe que termina representando la inteligencia práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y en este acto, el delito, demuestra que está vivo y en movimiento.

En la biografía que Borges hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un abuelo que escribió unos papeles olvidados y que murió de tuberculosis o de tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad. Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al baile. Y, en todos estos poemas que se convierten en Misas Herejes, en el lápiz de Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego lo marca, que el tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y extenso como el cuerpo de la mujer que se ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.

Borges en el nuevo tango.

El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche, el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela, nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel Barenmboim y el que se entrteeje en el violín de Menuhin y en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio fueron italianos y después fueron rusos y polacos, árabes y judíos, todos aportándole letras e instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de él mismo por los pagos de Europa.

El nuevo tango es música que narra la ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio donde se baila el tango) al son de los violines y el bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese tango que está en Borges, que gravita en él y sus escritos, en la poesía que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la memoria. En ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud, está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos. Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo, llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está en manos de alguno que corte carnes para el asado.

El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la traición del olvido, es el Borges del libro de arena y el informe Brodie, el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez tribus de Israel, que se presume que están al otro lado del Sambatión, río misterioso que suena igual a la tecla 36 del fuelle.

A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un babilónico que la mira pecando.

A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga, bailándola con el corazón y los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de milongas (milonga también es puta) trenzados al compás del dos por cuatro. De no ser así, no habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros montivedeanos y gringos que todavía no están seguros de haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la ciudad donde se pierden y añoran.
Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra, Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos, espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida. También en esos espacios del tigre y el espejo, está la dama que mira sin ser tocada y por eso se desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar porque sabe que no pierde más que una proyección.

No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que luchó en Junín y hundió el puñal en el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la biblioteca eterna de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos están el uno en el otro, amándose y odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los caminos que se bifurcan.

Escrito en Medellín, oyendo tangos y a María José que llora.
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La foto de José Guillermo Anjel R. es de Juliana Arango

jueves, 6 de diciembre de 2007

El día mundial del tango



Manos en el fuego

El día mundial del tango

Jaime Jaramillo Panesso

El tango es una manifestación cultural de las ciudades rioplatenses, Buenos Aires y Montevideo. Después de su nacimiento hacia 1880, se consolidó explayándose por todo el mundo, no solo en los países hispanoparlantes, sino en todas las comunidades que lo apreciaron como una música, una danza y unas letras acogedoras y entrañables, algunas teñidas de lunfardo, ese léxico de barriada y de avería que se transformó, a los pocos años, en coloquial y popular. Luego de triunfar en las grandes capitales y de canalizar su expresión artística por los nuevos medios de comunicación de entonces, el cine y la radio, los tangueros clásicos bonaerenses acuñaron el 11 de diciembre de cada año, como el Día Mundial del Tango, aunque en su comienzo el primer círculo se circunscribió a una conmemoración nacional.
El Día Mundial del Tango comenzó por una propuesta de la Asociación Gardeliana Argentina y del editor Ben Molar en 1977, la cual se plasmó en una manifestación administrativa del intendente o alcalde de la ciudad de Buenos Aires, para luego ser acogida por las organizaciones que promueven el goce y el conocimiento de la música ciudadana en otras latitudes. La justificación para la fecha citada está en que el cantor emblemático Carlos Gardel y el compositor, violinista y maestro Julio de Caro nacieron en 1890 y 1899, respectivamente, pero ambos el 11 de diciembre.
De Gardel es necesario aclarar que aún sigue siendo parte del debate su lugar de nacimiento y aún la fecha misma, puesto que el artista creó un manto sutil de misterioso encanto alrededor de sus orígenes, posiblemente por lo oscuro de su nacimiento que bien pudo ser en el Uruguay, ciudad de Tacuarembó e hijo extramatrimonial del coronel Escayola. O, como suele afirmarse en la historia “oficial”, su nacimiento ocurrió en Toulouse, Francia, con los mismos signos de padre desconocido. Lo irrebatible en la vida de Gardel es su muerte, así suene crudo, pues no hay lugar a dudas que ocurrió en Medellín, el 24 de junio de 1935. Desde la tanguedad, Gardel será el gran pionero del género que, como dicen sus admiradores, “cada día canta mejor”, lo cual es cierto por la técnica aplicada a sus viejas grabaciones que la remozan y embellecen.
Julio de Caro es otro asunto. Su perfil de violinista, compositor, director y arreglador lo proyectan como una de los grandes reformistas del género tanguero. Su aporte estético y sus renovadoras concepciones musicales lo sitúan como creador de una escuela, la escuela decareana. Como intérprete del violín se codeó con los más notables de la década de los años veinte y treinta del siglo XX, como Vardaro y Puglisi. Famoso por ejecutar el violín corneta, instrumento compuesto por un violín al cual se le agregaba una especie de bocina o cornetín, similar al de las victrolas, pero de menor tamaño, con el fin de amplificar las notas. Julio de Caro conformó un sexteto con sus hermanos, donde cumplió su papel de director y compositor de gran talento, aunque también hizo parte de otros conjuntos similares como las orquestas de Fresedo y Juan Carlos Cobián. Escribió un extenso libro, El tango en mis recuerdos, fuente importante para investigadores y estudiosos. Los tangos que mejor lo representa son Boedo, Tierra Querida y Mala Junta. Murió el 11 de marzo de 1980.
Así que los 11 de diciembre de cada año el mundo del tango remarca su compromiso musical, sentimental y estético con la más depurada expresión popular de América Latina, aunque entre nosotros haya perdido fuerza, no solo por la avalancha de la denominada música internacional, sino, además, por la labor conservadora de muchos cantantes y promotores barriales de la música ciudadana que se quedaron mirando al pasado. No ocurre lo mismo, como paradoja, con los hombres y mujeres que bailan. Son los jóvenes danzarines que alcanzan inclusive premios internacionales y que están obligados a comprender la historia, los compositores, los poetas en el tango, para que la cultura del género pase de los pies a la inteligencia argumentativa.