martes, 8 de septiembre de 2009

Conversación con Orlando Ramírez Casas






BUENOS AIRES, PORTÓN DE MEDELLÍN
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libro que será presentado en
la Fiesta del Libro de Medellín por Luciano Londoño
Salón Poe, sep. 17 hora 5 y30
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Conversando
con
Orlando Ramírez Casas
Entrevista realizada por Víctor Bustamante

Medellín, junio 10/2009

Orlando Ramírez Casas es un jubilado que ocupa su tiempo, según dice, en “leer, oír música y escribir”. Nació en el Barrio Buenos Aires de la ciudad de Medellín cuando no se había disipado la nube atómica que dio fin a la segunda guerra mundial, y fue arrullado por el tango que sonaba en los billares de Eusebio en la esquina de su casa de la calle Martínez Pardo entre Botero Uribe y Mejía Peláez. “Eso es verdad”, dice, “pero no amaba el tango. Desde que tuve uso de razón lo asocié como música de borrachos, y me agriaba la boca del mismo modo que me la agriaban la cerveza o el aguardiente. Sólo aprendí a quererlo cuando me empecé a emborrachar”. Así lo cuenta en su libro “Buenos Aires, portón de Medellín”.

Víctor Bustamante: ¿Por qué “Portón de Medellín”?
Orlando Ramírez Casas: Porque era la puerta de entrada para los viajeros que llegaban desde el oriente antioqueño. Hasta el sol entraba primero por Buenos Aires, antes de arropar de lleno la ciudad; pero, además, porque si mi libro se titulara solamente “Buenos Aires” muchos pensarían que se refiere a la capital de Argentina. Era necesario hacer la precisión pero, en rigor, debo decir que el Buenos Aires argentino está presente a lo largo de las páginas de ese libro como una impronta ineludible. Fueron ellos los que nos legaron el tango que se ha pegado a nuestra piel como un tatuaje. En Colombia gusta el tango, no lo niego, pero en el Medellín que yo viví el tango era un agua de rosas cotidiano. Uno vivía bañado en él, uno vivía impregnado de su olor. Nosotros nacemos y morimos “en olor de tanguedad”.

VB.: Usted hace énfasis en que en otras partes del país gusta el tango, pero en Medellín se lo ama. ¿Eso es verdad?
ORC.: Dirán algunos, especialmente los puristas, que el tango ha perdido vigencia entre nosotros, esa vigencia que alguna vez tuvo. Ellos se quejan de que las nuevas generaciones no aman el tango que nosotros amamos, ni con la misma intensidad. Eso es cierto sólo en parte, pero me sorprende ver la cantidad de niños que se interesan por aprender a bailar tango, y me agrada ver que a sitios como el Salón Málaga o la Corporación de Tango Homero Manzi va mucho joven y van, eso se puede ver, no por una curiosidad ocasional sino por el disfrute de esa música que los atrae. Les he preguntado de dónde les viene el gusto por ese ritmo e, invariablemente, aluden a que lo escucharon en la casa “desde antes de nacer”. Es un hecho que hay cosas que se maman desde la cuna, y el tango nos llega transmitido en la leche materna. No somos pocos los que así opinamos. Hay entre nosotros cantidad de conocedores de aquellos que don Rodrigo Pareja denomina “tangueros de ley” que no hacen alarde ni son de reconocimiento público, pero sus amigos cercanos saben que saben. Son aquellos que oyen un disco e identifican el título, el autor de la letra y el compositor de la música, la orquesta, el año en que fue grabado. Son expertos. En otras partes del país también hay coleccionistas que son expertos como los que acabo de describir, pero por esos lados el tango no es un fenómeno ambiental. No es la neblina que cobija al grueso del público que prefiere otras músicas. En los lugares en que yo he residido (Valledupar, Bucaramanga, Cúcuta), he sido un misionero del tango. He hablado del tango con pasión. He descubierto que le han puesto al tango el sambenito de ser “música triste, música para cabrones” porque tal cual se suicidó oyendo un tango, y lo descalifican por las mismas razones por las que yo lo descalificaba en mis comienzos, por cosas ajenas al tango. Qué culpa tiene el tango de que alguno se emborrache o algún otro se suicide. Claro que nunca he sabido de nadie que le vea el fondo a una botella o se dispare un tiro oyendo cantos gregorianos, pero eso sólo confirma que el tango se le mete a uno en el corazón y allí se enseñorea. Con los foráneos he tenido que empezar, pues, por enseñarles el significado de las palabras del lunfardo y explicarles “el argumento” del respectivo tango. Cuando lo entienden, les empieza a gustar. Antes no era que no les gustara, sino que no lo entendían, y uno no puede querer lo que no conoce.

VB.: Según eso, ¿No cree usted que el tango empuje a nadie por el barranco?
ORC: Yo no afirmaría tal cosa. Para mí el tango no es sólo tango. Incluye también las milongas y los valses. Todo aquello que me suene muy argentino aunque el tango, en rigor, no sea sólo argentino sino de los alrededores del Río de la Plata. No pocos tangos y tangueros no nacieron en Argentina sino en el Uruguay. No terminan de ponerse de acuerdo en si Gardel, tan argentino él toda su vida, nació en Francia o nació en Tacuarembó. Para mí la cosa no tiene importancia “porque no importa dónde se nace ni donde se muere sino donde se lucha”. El caso es que cuando yo, por asuntos de mi libro, regresé al barrio donde nací, al Buenos Aires de mis amores, no cesó de darme vueltas en la cabeza “Bajo un cielo de estrellas”, el vals que me repetía una y otra vez que “mucho tiempo después de alejarme, vuelvo al barrio que un día dejé; con el ansia de ver por sus calles, los viejos amigos y el viejo café… y hay una voz que me dice al oído: yo sé que has venido por ella, por ella”. Los puristas, en nuestras conversaciones de café, no cesan de aclararme que no se dice “los” viejos amigos sino “mis” viejos amigos; y no dice “y” el viejo café sino “el” viejo café, así con una pausa, como si tuviera unos puntos suspensivos. A mí esas cosas me tienen sin cuidado porque mi música es tal como yo la tengo en los oídos y no como los autores la escriben. En mis tiempos de bohemia en los cafés de Guayaquil (Patio del Tango, Bar Partenón, Grisel, Tarqui, Las Vegas, Kennedy, Puerto Nuevo, Armenonville, etc.) sentía una “traga maluca” o me inventaba un enamoramiento para poder vivir el tango con toda la gana. Entonces me sentaba en una mesa a ver pasar la muchacha que me gustaba, prendida del brazo de su novio. Era una tortura masoquista que alimentaba mi amor no correspondido. Yo la veía venir en la distancia y hacía la forma de que cuando pasara por el frente mío sonara “pare aquí, aquí chofer, que quiero llorar por su amor y en este lugar maldito la tengo que arrancar del corazón; es aquí donde la vi reírse de mi amor y mi amargura…” yo me sentía el protagonista de la película que yo mismo había armado y apuraba mi copa de dolor. Vistas las cosas así, desde la distancia, creo que el show estaba destinado a darle mejor sabor al aguardiente. Claro que muchos, con un revólver en la mano, alguna locura habrían cometido, pero un revólver no estaba entre mis amores. Los tangos sí. Ellos me salvaron la vida y me ayudaron a catalizar la pena.

VB.: “Pare aquí, chofer” ¿Cuál es la versión que más le gusta?
ORC.: Precisamente me gusta la que yo oía. Pero no recuerdo quién la canta ni hago comparaciones de si fulano la canta mejor que zutano. Creo que me gustan aquellas que escuché por primera vez, así no sean versiones originales.

VB.: Esa versión que por aquí se escuchó mucho es la de Oscar Larroca.
ORC.: Larroca marcó una época en Medellín desde que nos visitó en los años cincuenta con Alberto Podestá y Andrés Falgás. Yo era adolescente cuando se presentó a cantar en el Teatro Buenos Aires y en el Teatro Ayacucho. A mí me parecía mentira que ése que cantaba en las emisoras y cuya voz se oía en el radio de mi casa fuera “en cuerpo y alma”, en vivo y en directo, el mismo señor que hacía su entrada al teatro. Los muchachos lo veíamos desde la acera porque de tener con qué comprar boleta, nada de nada. Pero sus tangos los teníamos metidos en el alma, y aquél de Falgás que decía “Tibio está el pañuelo todavía que tu adiós me repetía desde el muelle de las sombras” que fue usado como cortina promocional en las emisoras para anunciar la venida de esos cantantes, quedó indeleblemente marcado en el corazón.

VB.: Usted alardea de que no es un tanguero conocedor, ¿De veras no es? Sus amigos dicen que algo sabe sobre el tema.
ORC.: No sé. Tal vez sé menos de lo que me atribuyen, y más de lo que me reconozco a mí mismo. Lo cierto es que soy un tanguero del montón, de aquellos a los que no interesa sino oír la música y disfrutarla, sin pasarla por la disección de un microscopio. Pertenezo a esa inmensa mayoría, a esa masa anónima de los que gustan de la cosa por gustarles. Pasa como con la comida: soy incapaz de freír un huevo, pero sé disfrutar el sabor de una tortilla.

VB.: Yo hubiera jurado que usted es gardeliano a rajatabla. Tiene cara de serlo.
ORC.: Me gustan las canciones de Gardel, más de lo que yo hubiera pensado, pero no soy estrictamente gardeliano. Para empezar, de Gardel conozco apenas las más reconocidas: Mano a mano, Cuesta abajo, El día que me quieras, Soledad… que era la que seguía a “Pare aquí, chofer” en el piano del Partenón (“Yo no quiero que nadie a mí me diga que de tu dulce vida vos ya me has arrancado”). Esa ameritaba otro aguardiente sin pasante, así tres minutos antes me hubiera tomado uno. De la trilogía primera, Gustavo “Mota” Múnera era Gardeliano y mi primo José “Chepe” Ramírez era magaldiano; yo era corsiniano. Nada de qué quejarse en nuestra mesa en donde se pedía para todos los gustos (aguardiente, cerveza y ron). Al Cuesta abajo gardeliano que pedía “Mota”, le seguía El Afilador magaldiano que pedía “Chepe” y luego sonaba el “No te apures, Carablanca” corsiniano que pedía yo, lo que ameritaba otro aguardiente; y luego venía “Sombras” con su otro aguardiente, y luego “El Adiós” con otro. Yo era corsiniano, pero también me encantaba Alberto Gómez. No dejaba de pedir “Noche de abril”, no dejaba de medir con el segundero de mi reloj los segundos que duraba el cantor sosteniendo la nota, y no dejaba de contarles a mis contertulios la historia de que Alberto Gómez grabó ese disco para demostrar la potencia de sus pulmones y que no estaba tísico. Esa historia se la sabían de memoria, pero yo la repetía como si al repetirla alimentara la magia de ese mito que no sé si sea verdad, pero le agregaba sabor a la melodía. “¡Ése es mucho verraco!, Niña, tráiganos otra tanda, por favor”. Y oíamos a Armando Moreno cantar “Vieja, una duda cruel me aqueja y es más fuerte que la reja que me sirve de prisión” como si acabáramos de ser liberados y tuviéramos marcas de grilletes en los tobillos. Tal vez ese fuera el secreto: oír los tangos calzándose las botas como si uno fuera el protagonista. Un diciembre, mientras palpaba el papel de regalo que envolvía unos pantalones que la mesera me había dado de aguinaldo navideño, nos envió el dueño del café una botella de aguardiente a la mesa, con un moño azul y una tarjeta de Feliz Navidad. Fue allí cuando descubrimos que estábamos subidos “en el bus que no era” y tuvimos que rebajarle el ritmo a la bohemia, una bohemia a la que habíamos entregado una parte importante de nuestras vidas “Trasnochando como todo calavera que no ve lo que le espera que no sabe donde va. Trasnochando conocí la mujer que vos sabés. No quisiera repetir lo que anoche te conté. Todo, todo, lo perdí, sólo de ella conservé esa foto que está allí y que ya no quiero ver”. Se cerró así ese capítulo.

VB.: ¿De eso habla en su libro?
ORC.: No exactamente, porque el tema de mi libro es el Barrio Buenos Aires, y esos aconteceres pertenecen a la bohemia guayaquilera, pero el tango está presente en mi libro a través de sus páginas desde el preámbulo hasta el epílogo. Mi libro es un libro escrito con “Aire de Tango” para aplicarle el título de la novela de Mejía Vallejo.

VB.: ¿Por qué el tango y no el bolero o cualquier otro ritmo?
ORC.: Porque el tango ha presidido mi vida. También los otros ritmos, pero el tango lo ha sido de manera principal. Y porque el tango era el ritmo por excelencia en las calles de Buenos Aires de los años cincuenta del siglo pasado, cuando vivimos los años de la niñez y la adolescencia, años que marcan los gustos en la vida de una persona. Los gustos y las amistades. Muchas amistades que se cocinaron con ese Aire de Tango siguen siendo mis amigos cincuenta años después,

VB.: ¿Y se le midió a hablar de tango en su libro, a sabiendas de que los puristas no aceptan que le cambie la letra a los tangos, o los corrija? ¿O es que no introduce letras de tangos?
ORC.: Sí lo hago, amparado un poco en la licencia de la libre interpretación, aunque algunos no se dejen mejorar. Tal el caso del “dequeísmo” que es notorio en dos o tres tangos: La abandoné y no sabía “de” que la estaba queriendo, es uno; Yuyo Brujo: Nunca digas “de” que no me quieres. Sin lágrimas: Qué importa “de” que otro tenga tus encantos. A mis oídos ese dequeísmo les molesta y si tuviera que citarlos en mi libro acudiría a alguna fórmula sustitutiva para no “dequear”. Precisamente acabo de mencionar el tango Trasnochando. Si alguien abandona la fila que va a entrar al teatro y al regresar pregunta si iba delante o detrás del de camisa roja, evidentemente ése no sabe “donde va” dentro de la fila. Pero el que vaga sin rumbo y sin destino determinado, que no sabe hacia dónde se dirige, ése no sabe “adonde va”. Si en el manuscrito o facsimil de la letra del autor aparece “donde”, en mi concepto se le debe corregir y poner “adonde”, que fue lo que yo hice con la letra que encontré en Internet, esa utilísima herramienta a menudo tan equivocada Trasnochando como todo calavera que no ve lo que le espera que no sabe “adonde” va. Esa es mi teoría y esa teoría es rechazada por algunos “cuya voz respeto, pero no comparto”.

VB.: ¿Usted parece entonces ir en contravía de los puristas?
ORC.: Es un contrasentido. A mi manera soy un purista que defiendo a rajatabla “el verdadero sentido” de lo que se quiere decir; o, como dicen los juristas, para mí es más importante “el espíritu” de la ley que la literalidad. Cuento de nunca acabar.

VB.: ¿Si fuera músico, le gustaría componer un tango?
ORC.: Claro que sí, pero dudo de que pudiera hacerlo. Tengo la impresión de que todos los tangos ya han sido escritos. Uno no escribe tangos sobre paisajes sino sobre amores y desamores y en eso no hay nada nuevo.


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ORLANDO RAMÍREZ CASAS,
UN CONVERSADOR QUE ESCRIBE

VB: ¿Por que escribió un texto sobre Buenos Aires?
ORC: Soy un afortunado que quiso escribir sobre el barrio donde nació, y resultó ser un barrio con raigambre histórica. Pocos barrios tienen tanto qué ofrecerle a los moradores que quieran escribir sobre lo suyo.

VB: ¿Qué matices recuerdas en el barrio?
ORC: A pesar de que había pobreza en el mundo que me rodeaba, en mi niñez no conocíamos los tugurios, ni se hacían patentes los desplazados. Había ricos, y era notoria la opulencia con que vivían, comparada con las posibilidades que teníamos nosotros, pero no había tanto derroche como llegamos a conocer cuando hizo su aparición la narcoemergencia que se fue a buscar las lomas del poblado, e hicieron su aparición los desplazados que vinieron a vivir en tugurios en las faldas del cerro Pan de Azúcar. Creo que soy testigo del paso de los tres estratos tradicionales: Pobres, ricos, y de clase media o “acomodada”; al de seis estratos, tirando a siete. Esas diferencias económicas marcaban comportamientos culturales derivados de las oportunidades de estudio y de trabajo, y de la educación recibida en casa porque, como dicen, “hay cosas que se maman desde la cuna”.

VB: ¿Por qué te enamora la tesis de que allí nació Medellín?
ORC: Mi libro ya había encontrado camino de publicación cuando leí el libro “Miscelánea sobre la historia, usos y costumbres de Medellín”, escrito por el Dr. Alberto Bernal Nicholls, en el que expone esa tesis de manera bien documentada que se apoya en don Marco Fidel Suárez, en el Dr. Manuel Uribe Ángel y en el cronista de Indias Juan Bautista Sardella. Me pareció incontrovertible y busqué por Internet y en las bibliotecas algún trabajo que desvirtuara esa tesis, pero no lo encontré. Dándola como cierta, la conclusión es un hecho relevante: Medellín nació en la Vuelta de Guayabal en La Toma, y ese lugar hace parte de lo que era Buenos Aires a finales del siglo XIX. Eso va en contravía de lo que se ha creído por cuenta de un historiador que cometió un error de apreciación y unos colegas suyos que “se dedicaron a copiarse unos a otros”, pero yo no iba a desaprovechar la oportunidad de resaltar que fue allí donde nació Medellín.

VB: Háblanos de personajes del barrio, de lugares…
ORC: Son tantos los personajes de la vida de Medellín que tienen que ver con el barrio, que remito a los lectores a mi libro. Baste saber que en él vivieron el General Pedro Justo Berrío y su hijo el General Pedro José, ambos gobernadores. Que allí vivieron músicos de la talla del maestro Carlos Vieco. Magnates como don Carlos Coriolano Amador y don Pepe Sierra. Allí hizo méritos don Marco Fidel Suárez, en la batalla de El Cuchillón, para ser ascendido a teniente. La historia de la Puerta Inglesa, importada a lomo de mulas; la de la iglesia y el castillo de los Botero; las de los cerros, hacen parte de la microhistoria del barrio. Sólo hablar de la quebrada Santa Elena da para muchas cuartillas no digo ya de Buenos Aires sino de la ciudad.

VB: ¿Qué es el barrio Buenos Aires en la actualidad, qué lugares frecuentas y qué otros secretos lo hacen vital para quienes vivimos al otro lado del río?
ORC: Dos cosas se mezclan en un lugar: tiempo y espacio. En Buenos Aires el espacio ya no es el mismo: el urbanismo ha venido cambiándolo y los referentes arquitectónicos han venido desapareciendo. El Buenos Aires del pasado no se reconoce en el de hoy. Y en cuanto al tiempo, cada generación vive un tiempo diferente. Lejos están los tiempos en que los soldados de la guerra civil en la hacienda de El Cuchillón se enfrascaron en la llamada batalla de las libras de dulce a tirarse con libras de panela. Lejos están los tiempos de nuestra niñez de pantalón corto. El modus vivendi de los muchachos de hoy dista años del nuestro, del de nuestros padres, del de nuestros abuelos que conocieron la lujosa casa del maestro Efe Gómez antes de que la convirtieran en cambiadero de aceites y fritanguería de chunchulla. Del Bar Astral no queda sino el aviso y el local está próximo a ser demolido. Del bar El Sol de Oriente quedan el aviso y dos puertas, y la esquina fue convertida en licorera junto con otros locales comerciales. Para ser sinceros, ya no me gusta ir porque me da nostalgia de lo que se fue para no regresar.

VB:¿Cómo fuiste construyendo el libro, lugares, entrevistas, otros textos de consulta?
ORC: El primer esbozo lo hice entre marzo y junio de 2005 y constaba de 22 capítulos que luego reagrupé en 14. Fluyó de manera natural a base de recuerdos y de datos aportados por todo aquel al que tenía la oportunidad de comentarle mi proyecto. Luego me entrevisté con don Daniel Posada, un hombre de 92 años que me dio información y me hizo aclaraciones en los seis meses que compartimos antes de él morir. Muchos octogenarios y nonagenarios me aportaron información y muchas personas de todas las edades en un tema que se me volvió obsesión al punto de identificarme con frecuencia, cuando llamaba a pedir verificación de algún dato, como “Orlando Ramírez, el del libro sobre el barrio Buenos Aires”. En algún momento en estos años empecé a recorrerlo a pie, tal como lo hice muchas veces de niño, y sin darme cuenta empezaba en la Plaza de Flórez o la Vuelta de Guayabal, subía a Miraflores y bajaba por La Milagrosa. Ese recorrido lo hice unas cuatro o cinco veces, dos de ellas en sesiones de fotografía para identificar lugares y ángulos de interés y para reconocer callejuelas de las que me hablaban pero yo no tenía claras en la memoria. En estos cuatro o cinco años que llevo en la tarea, todo libro que contuviera alguna mención al barrio llamaba mi atención. Cualquier cabo que en Internet me guiara a complementar la información era seguido por mí de manera obsesiva. El libro se fue engrosando y pasó de 240 páginas en los borradores de las primeras versiones a 560 en el borrador final. El trabajo de diseño y redistribución de espacios lo redujo a 502 páginas, que no son pocas, pero no fui capaz de cercenarle renglones al anecdotario menudo, ni de sacrificarlos en la historia marginal que sirve de contexto para entender sucederes puntuales de nuestro territorio.
VB: ¿Por qué colocas un epígrafe de tango en cada capitulo?
ORC: No sólo de tangos vive el hombre, también hay bambucos y otros ritmos o textos, pero sí, el tango es el príncipe reinante en el universo de los gustos musicales de mi vida. Como cosa curiosa, no tengo un epígrafe de boleros, el otro ritmo que ha marcado mi camino.

VB: ¿Quién es Orlando Ramírez Casas?
ORC: Difícil pregunta para uno responderse, pues el Orlando Ramírez que yo veo con seguridad es distinto del que ven los demás. Algunos megalómanos habrá que se vean mejor de lo que son, pero yo pertenezco a la clase de los que tendemos a subestimarnos y los amigos nos ven mejores de lo que nos vemos. Espero que yo esté tan equivocado al juzgarme, en mi exigencia; como lo estén mis amigos al hacerlo, en su benevolencia. Quisiera creer que soy un buen tipo, pero no sé si todos puedan decir de mí lo mismo.

VB: ¿Desde cuándo escribe Orlando Ramírez Casas?
ORC: Hay algo relacionado con el destino. Crecí con mis padres, tía y abuela, y no eran lectores. No hubo en mi niñez una biblioteca que me estimulara ni hubo un ejemplo en tal sentido. La lectura y la escritura están relacionadas. Pero fui el hijo mayor y centro de atracción en la familia. Es posible que alguna frase infantil fuera calificada de ingeniosa y admirada, despertándome el deseo de agradar. Se dijo entonces que yo había heredado la inteligencia de mi fallecido tío Antonio que era poeta, y que los dos teníamos la vena literaria del primo Ñito. Alardeaba la abuela de parentescos con el primo Ñito Restrepo y la Restrepería. No sé qué haya en la carga genética que uno trae que lo impulsa a escribir y le hace tomar amor por la lectura, así como hay quienes nacen predispuestos para ser futbolistas o ciclistas, o predispuestos para ser músicos o pintores. En mi caso, y desde pequeño, tuve claro que lo mío era escribir. Sin embargo no estudié literatura ni me desempeñé laboralmente en el área. Tuve que esperar a la jubilación para disponer de tiempo para esa tarea. Lo que sí recuerdo es que fui uno más acometido por el síndrome de Gutiérrez González: “Todos cantamos en la edad primera”; y cometí versos que hoy me avergüenzarían pero me prepararon para que después fuera buscado por los amigos en el papel de “secretario de los amantes” y por jefes y compañeros de trabajo para que redactara cartas y memoriales. Tardé tiempo en entender que una cosa es la redacción comercial y otra la escritura literaria. Es algo que vine a aprender en los talleres de escritura.

VB: ¿Qué has publicado antes?
ORC: Precisamente hice mis primeros pinos publicando de mi propio bolsillo “En Altavista se acaba Medellín”, sobre el barrio al que llegué de postadolescente y del que salí casado. Una experiencia interesante y necesaria que, a la luz de lo que he aprendido en los talleres, tendría que reescribir para sacarla de la categoría de bitácora personal. El libro sobre el lugar donde nací y pasé los primeros años, “Buenos Aires, portón de Medellín”, le debe mucho a esa experiencia y a dos o tres textos que me han publicado en revistas y en la antología “Obra diversa” del taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto.

VB: ¿Cuáles son sus preferencias literarias y por qué?
ORC: Me inclino por la narrativa y la novela. También el cuento, y algo de poesía. Y la escritura de mi libro me ha hecho interesarme por el género de la crónica urbana. Antes leía lo que caía en mis manos, pero me he vuelto selectivo. Tal vez sea la conciencia de que no me alcanzará la vida para leer todo lo que tengo por leer. Soy avaro con mi tiempo y paso de largo por la literatura inmediatista de semáforo, que algunos guasones dicen que no es literatura. Exageran. Creo que mucho se aprende con la lectura de experiencias vividas por los demás. Sólo que a mí se me va terminando el tiempo y tengo que dejar esa lectura a otros.

VB: Te encaminas por la historia, ¿Acaso por no dejar que la memoria del barrio se pierda?
ORC: Quisiera creer eso, pero no es cierto. Empecé escribiendo la historia de Buenos Aires como un juego de contar anécdotas de calle y esquina, y registrar nombres que rondan la niñez. Después aparecieron referencias a personalidades relacionadas con el barrio, y creí conveniente mencionarlas. Luego hizo su aparición la historia para apoderarse del protagonismo y dejar el anecdotario como decorado. El componente histórico es lo más relevante de mi libro, pero no fue ese mi propósito inicial.

VB: ¿Qué tanto tango hay en Buenos Aires, lugares, barras de amigos, coleccionistas?
ORC: Nací 10 años después de la muerte de Gardel. El tango era furor y se respiraba en cada esquina. Aunque no con la misma intensidad, aún lo es. Las barras (del Apagón, del Chispero, del Paraguay, de Cuatro Esquinas, etc.) generalmente estaban asociadas a algún café de esquina y, como consecuencia natural, a una embriaguez de tangos. Coleccionistas hay, pero no asociados particularmente a mi barra. Aunque debo mencionar que fue Rodrigo Arias quien nos enseñó a gustar del tango, cuando yo lo rechazaba por considerarlo música de borrachos. Con el tango me empecé a emborrachar. No voy a hacer un inventario de los muchísimos cafés que molían tangos en sus traganíqueles (en el libro aparecen), pero sí agrego a los ya mencionados del Bar Astral y el Sol de Oriente que nos tocó vivir, los del puente de la Toma que trasegaron otros tangueros, los del Cambray y La Milagrosa, y en este tiempo de comienzos del siglo XXI el Homero Manzi, donde todavía vamos a dar pábulo a nuestra nostalgia tanguera.

VB: ¿Cómo ves el tango en Medellín?
ORC: Hay tres grupos de tangueros, a mi parecer. Uno es la gran masa de gustadores del tango porque sí, simplemente, sin meterse en honduras de análisis y cosas de esas. Otro es el de los que presumen de saber de tango y pontifican, aportan datos, mantienen viva la llama del amor por ese ritmo. Son muchos. Y hay un tercero de número más bien escaso que es el que Rodrigo Pareja denomina “tangueros de ley”. Son la Biblia en el asunto. Yo pertenezco al primero, aunque algunos por bocón tratan de clasificarme en el segundo, pero me falta “pelo pal moño”. Tengo amigos en el tercer grupo, pero me quito el sombrero ante ellos y ni por asomo se me ocurriría abrir la boca en su presencia. Ante un Luciano Londoño o un Jesús Vallejo Mejía, como decía mi abuela, “mejor callar que locamente hablar”.

VB: ¿Qué significa publicar un libro después de tanto esfuerzo?
ORC: Decía a alguno que yo no sé si alguien se acostumbre a publicar libros y ya no sienta nada con la aparición de uno nuevo. He leído que el maestro Otto Morales Benítez ha publicado más de cien. Yo no sé si uno se acostumbre. El primero que publiqué “En Altavista se acaba Medellín” fue casi vergonzante, pero lo hice con mucho amor y esperé mucho de él. No me dio tanto. Aunque sí, fue gracias a él que pude colgarme el sombrero de “escritor”, escritor malo, pero escritor al fin y al cabo. Eso me ha abierto muchas puertas. Con este de Buenos Aires he recibido reconocimientos y la íntima satisfacción del trabajo bien hecho. Con todos los defectos que pueda tener (sé que los tiene) soy consciente de que es un trabajo bien hecho. Me dolía quedarme con él entre un cajón o dejarlo sólo para el disfrute de mis amigos. La satisfacción que siento de saber que estará al alcance de muchos lectores en general, y de los habitantes del barrio en particular, es grande.

VB: Volviendo a la primera pregunta. Para tus amigos, ¿Quién es Orlando Ramírez Casas?
ORC: Habría qué preguntarles a ellos. Pero tal vez lo que más me caracteriza es mi afición a conversar. De adolescente podía pasarme horas parado en una esquina hablando de lo habido y por haber. Hoy haría lo mismo, sentado en una mesa de café. Creo que “Buenos Aires, portón de Medellín” es una larga conversación, y haberlo escrito en ese estilo me facilitó un camino que de otro modo me habría resultado pedregoso.

Medellín, septiembre 2 de 2009