jueves, 21 de enero de 2010

El Club de los Tranquilos


El Club de los Tranquilos

Jaime Jaramillo Panesso

“Como un arrullo de palmas en la llanura”. Es la voz del Anacobero, del Jefe, del mejor cantor caribeño: Don Daniel Santos, que se pasea dentro de las tres paredes y la acera de un bar amistoso con señores que a las cuatro de la tarde juegan naipe y dominó. Otros días póker y en las mañanas de tinto con cigarrillo, oyen el desafío de un piloto retirado con apellido alemán, que apuesta a los aviones según el número que llevan en el fuselaje. No son tahúres ni ricos apostadores. Son unos amigos tranquilos que deben aburrirse mucho en casa y prefieren el aire melancólico de las canciones tropicales y altaneras de Daniel Santos y sus músicos compositores como Pedro Flores o Rafael Hernández.
Leo es Leonardo, el dueño del exquisito punto de convergencia donde toman gaseosas y aguardiente los beneficiarios del tiempo y el ocio corrugado de la palabra, es decir, taxistas cansados, vendedores de lotería, profesores del liceo, académicos endémicos de universidad, pensionados eréctiles y honrados, pequeños y medianos comerciantes de chécheres importados y productos nacionales, artesanos sanos y señoras ordenadoras del gasto marital. Algunos de ellos conformaron hace veintitantos años una natillera con el escabroso nombre Los Monicongos para el servicio financiero de sus afiliados en los momentos de descalabro. En los días felices de fin de año, cuando la voz de Guillermo Buitrago hace estragos en el ventrículo derecho del mango, los natilleros se emparrandan hasta acabar con el último peso que en el ritual monicongo significa “hasta aquí llegaste año perdulario”.
“Leo: repetime la tanda de agüita amarilla, de esa que fabrican los escoceses. Pero que traiga doce años de madurez”. Son las palabras de Darío Ruiz, el cliente que compró el derecho a sentarse en una silla permanente de la mesa número cero que queda en la acera. Recostado contra pared, Ruiz y su tono de escapulario bañado en diablo rojo, sigue las instrucciones de Daniel Santos en ritmo de guaracha: “Yo no se nada. Yo llegué ahora mismo. Si algo pasó, yo no estaba ahí.” Y el inspector de policía del barrio Belén, autoridad que no permite beber ni cantar después de sonar el último renglón de un tango trasnochador, solicita al ciudadano que le exhiba la cédula de ciudadanía, la libreta militar, el tipo de sangre sin alcohol y el certificado de soltería (el que demuestra que uno puede andar solo por el mundo, sin meretrices ni prestamistas, únicamente con los amigos y los amigos de Daniel Santos). En un acto inspirado por un vals de Homero Expósito, implora piedad al funcionario y muestra su carnet de jubilado. Y entonces jubiloso, el inspector de policía pide una tanda y se sienta con quien fuera su profesor de “Cómo el diseño humanista de las aceras de la ciudad contribuye a la felicidad de sus habitantes”.
Es preciso el momento para corregir la hora en el reloj del inspector o de cambiar al inspector de policía. Y arriban los amigos de Darío Ruiz en ese instante, atraídos por el olor del vino y por el canto de Roberto Goyeneche que describe el cálido fermento de un naranjo en flor. Abran cancha, señores, que llegan Charlie Figueroa y el Negrito del Batey. Todos ingresan al salón interior del Club de los Tranquilos, bajan la cortina de metal y suben las copas y los vasos, mientras se hace el brindis por las dos gardenias que una muchacha lleva en el pecho. Y como el goce de la amistad es fantasía plural renovada que incluye las dos gardenias de cristal, cantamos todos un himno que en la terca noche nos hace llorar: “Barrio plateado por la luna, rumores de milonga es toda mi fortuna.” Yo también estaba allí.
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Tango en Medellín inicia un tour en los sitios donde se escucha tango en la ciudad con el propósito de mostrar su vigencia.
En las fotograias Jaime Jaramillo Panesso, Darío Ruiz Gómez, Piedad Duque y Víctor Bustamante
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