miércoles, 15 de septiembre de 2010

París con Carlos Gardel



París con Carlos Gardel
Alfonso López Michelsen


Siempre me ha recordado este poema a María de los Ángeles, tan próxima a nosotros como cualquier otro miembro del clan. No era solamente María de los Ángeles, quien en París atendía las faenas de la casa de la Rué de Berri. Una cocinera española joven, de nombre Amelia y cuyo apellido ya he olvidado, compartió por todo el tiempo que permanecimos en Francia nuestra vida de hogar. Era la imagen misma de la española de los grabados de Goya, con sus formas rollizas y unos ojos azabaches, saltones, que hablaban más que sus labios. Parecía que la hubiéramos conocido desde la eternidad y ella misma se fue familiarizando de tal modo con las cosas de Colombia que hasta había ido perdiendo el acento castellano y ya hablaba como cualquier campesina nuestra. Su marido, Miguel, trabajaba en alguna fábrica y era un gigantón impresionante, cuya gran pasión era el boxeo. En aquellos años, España tenía puestas sus esperanzas en un leñador vasco de nombre Paulino Uzcudun quien, después de alcanzar el campeonato de los pesos pesados de Europa, se aventuró en el combate por la corona mundial. Unos años antes, el boxeador argentino Firpo había estado al borde de arrebatarle el título a Jack Dempsey, y corría el rumor de que había sido víctima de una triquiñuela del árbitro. Con la aparición de Uzcudun, que escalaba, peldaño a peldaño, las distintas etapas que lo llevarían al título mundial, la gente de habla hispana tenía puesta sus esperanzas en el nuevo campeón Miguel y mi hermano Pedro, que era su compañero de incursiones en los ring, y asistía puntualmente a cuanto match tenía ocurrencia en el velódromo de invierno, el vel d' hiv, como lo llaman los franceses, que era el mayor estadio ciclístico de París. Allí se celebraron los encuentros de las grandes estrellas a las que asistían mi hermano y Miguel. Regresaban tarde en la noche, pero jamás ni mi mamá ni Amelia, sospecharon que, por fuera de boxeo, se interesaran en otros menesteres, propios de la fogosidad de sus temperamentos. En toda Francia, una ola de interés por el español, como no se había visto desde la época romántica de Víctor Hugo y Teophile Gautier, imperaba en los años treinta. No era solo en los deportes, en donde se destacaban los hombres de la Península. La caída de la monarquía y el advenimiento de la República despertaban igual o mayor pasión entre quienes seguían la vida internacional.

Alfonso XIII había entregado pacíficamente el poder, a raíz de las elecciones municipales, que sus partidarios habían ganado por un margen demasiado estrecho, y había emprendido el camino del exilio, empezando por París. Yo recuerdo haber estado presente en la estación del ferrocarril cuando el monarca destronado llegó a la Ciudad Luz y un respetuoso silencio acogió al soberano, en medio de la multitud de latinoamericanos que esperábamos su arribo, cuando unos pocos monárquicos lanzaron en sordina unos contados vivas a España. Era el comienzo de la modernización de la Península, considerada hasta entonces como una parte del Norte de África, no obstante de la popularidad de que había disfrutado el monarca caído hasta la víspera de su derrota. Pocos meses más tarde, el renacimiento intelectual de España se pondría de presente, cuando fueron elegidos a las cortes valores de la cultura ibérica tan caracterizados como don Aniceto Alcalá Zamora, el Doctor Gregorio Marañón, el filósofo José Ortega y Gasset y escritores de la talla de don Fernando de los Ríos, Pérez de Ayala, Jiménez de Azua, Casares Quiroga y miles más, que escapan a mi memoria. Sus intervenciones en la elaboración de la nueva Carta republicana se citaban con encomio, como modelos de un nuevo estilo literario que unía la concepción política con una gran economía de palabras, y una riqueza de ideas, plasmada en fórmulas jurídicas de impecable factura. La tarea, que parecía concebida para la eternidad, desaparecería a la vuelta de pocos años, arrastrada por el torbellino de la guerra civil española, encabezada por el general Franco.

Con espejo retrovisor puedo apreciar que su influencia sobre la intelectualidad hispano parlante fue inmensa. Expresiones como la circunstancia, en singular, puesta en boga por Ortega y Gasset, y la "y", para empezar la oración, corrieron con fortuna en América y en Colombia, en donde el desplome del Partido Conservador revestía los caracteres de la caída de una monarquía hereditaria, como la española. Pronto los políticos del ala izquierda del liberalismo aspiraron a protagonizar un papel semejante al de sus congéneres españoles, pidiendo la convocatoria de una Asamblea Constituyente que diera cristiana sepultura al vetusto estatuto de 1886. No era nada insólito en nuestro medio. Ya, en 1848, la caída de la monarquía de Julio, en Francia, había cobrado igual significación en la América española, cuando una catarata de notas líricas sobre la hermandad de los pueblos y la paz universal había fluido de labios de Lamartine, invitando al amor y a la práctica de las virtudes ciudadanas a los pueblos del mundo. Un hálito de socialismo parecía abrirse camino entre los nuevos pueblos de la civilización occidental y el viejo Ambrosio López, mi bisabuelo, habría sucumbido ante su embrujo. Los años veinte del siglo XX se conocen en las crónicas de nuestro tiempo como los años locos y, en verdad, lo eran. París se había convertido en el centro de gravedad de aquella locura en lo cultural, como New York lo era en lo económico. Allí se dieron cita escritores, pintores y políticos de todas las latitudes, para poner en práctica sus innovaciones y teorías. Los grandes novelistas americanos habían fijado su residencia en el Barrio Latino y concurrían regularmente a las tertulias de la Coupole y la Rotonde, en Montparnasse. Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Joyce, Gertrude Stein, Alice Tokiass, eran nombres conocidos en todos los círculos bohemios de entonces.

En otras esferas, más frivolas, en donde los contertulios asistían de riguroso atuendo al estilo de la etiqueta inglesa, imperaban los exilados rusos y los millonarios latinoamericanos, que fijaron su residencia en París. Nosotros, los colombianos, los veíamos mencionados en las páginas sociales de los diarios y aspirábamos a conocer algún día a la señora Martínez de Hoz, dueña de una cuadra de caballos de carreras que se disputaban los grandes premios de Longchamps y Auteil en competencia con los puros ingleses, y con Papyrus, la estrella de los haras franceses. Un millonario homosexual de origen chileno, Arturo López, hacía las delicias de los decoradores de interiores y una de las hijas de Juan Vicente Gómez, el dictador venezolano, cautivaba con su belleza los salones parisienses. Por cierto, alguna vez, en un desfile de automóviles deportivos, en el Bosque de Bolonia, perdió el control ante las aclamaciones de la multitud y embistió con su vehículo, causándole la muerte a una decena de personas. Bien pronto un abogado experto en responsabilidad extracontractual y las arcas del dictador arreglaron el daño, y la señora siguió reinando sobre París. Su residencia en la Avenue Kleber es la actual Embajada de Venezuela que nosotros frecuentábamos por haber conocido, en unas vacaciones de verano, a sus dos hijas, dueñas de un raro encanto.


Alfonso López MIchelsen El Espectador