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EL TÍO NEFTALÍ
Rubén López Rodrigué
A
diferencia de los escritores que evocan que en su casa los padres tenían una
inmensa biblioteca que casi los rodeaba, en mi hogar paterno no había un solo
libro, excepto los que pedían en la escuela y fue en ellos donde hice mis
primeras lecturas de Rafael Pombo y otros autores. Por fortuna tuve en el tío
Neftalí ~un hombre elegante al que llamaban
Malenkov por su parecido con el primer ministro ruso~
una figura de identificación puesto que era un buen lector, un inventor de
narraciones orales que parecían ciencia-ficción, como viajes al espacio y al
interior del cuerpo humano.
En
mi infancia vivíamos en Santa Rosa de Cabal, pero mi tío, como mis padres, era
antioqueño, oriundo de Sonsón. Casi siempre la noche del sábado, día de mercado, me iba en
busca de mi padre al café Isla de Capri, donde palpitaba el piano Wurlitzer, en
el que predominaba el tango, como si el siglo musical estuviese latiendo con
rapidez en su pecho tragamonedas. A veces él contrataba músicos que llegaban
encuellados por sus guitarras (me acuerdo de un par de desaliñados al que,
parodiando al trío mejicano, llamaba El Dueto Miseria) para que cantaran boleros
que les solicitaba. No me marchaba de allí hasta que no me diera un peso, no
obstante tener asegurada una pony malta y a pesar de la tristeza de verlo como
en un guiñol manipulado por el trago, fumando como siempre, gritando «¡Viva el
partido liberal!», diciendo «Yo soy millonario», derrochando el dinero que en
ocasiones ganaba a manos llenas gracias a su saber especializado sobre ganadería,
sobre toros en lidia con la vida del ruedo ~herencia del abuelo~, en enorme generosidad con
sus amigotes.
Como
no teníamos tocadiscos debía irme a la húmeda casa, a orillas del río San
Eugenio, del padrino Ernesto (más pobre que nosotros con su numerosa familia)
si quería escuchar a Juan Arvizu, Carlos Gardel, Los Panchos, Johnny Albino y
su Trío San Juan. Mi padrino no ocultaba su preferencia por El puñal sevillano y Farolito y no porque lo dijera sino por
las tantas veces que los ponía. De esta última canción sacó el nombre para
ponérselo a su chandoso. Yo me sentaba de pantalones cortos en una silla de
cuero de baqueta, bien cerca del tocadiscos, y en algunos discos de acetato
veía circular en la redonda etiqueta la imagen de un perrito de orejas caídas y
pelaje blanco, con ganas de meter la oscura luna del hocico en el parlante de
una victrola, en apariencia enternecido por la música. Miraba al perro de la
casa disquera RCA Víctor y luego al chandoso que me miraba con unos ojos como
puñales, reflejando un brillo ansioso de mandarme con mi música a otro rancho.
Y los comparaba. El perro de la
RCA Víctor no tenía nada que ver por su aseo con el
pulguiento que me pelaba los colmillos y lanzaba un gruñido, y cuyas mechas
eran de un blanco amarillento, no se sabía si por ser ese su color natural o
por lo sucio que se mantenía. El perro de la RCA Víctor era calmoso
y simpático, bien distinto del despelucado maloliente que no salía de sus
rabietas cada vez que yo iba.
A
diferencia de mi padre y el abuelo, el tío Neftalí jamás bebía. Propietario de
un almacén de discos (aunque en estricto sentido no somos dueños de nada) cuya
especialidad eran los tangos ~cuando eran de acetato negro
y 78 r.p.m.~, a los clientes les cantaba con su
voz melodiosa fragmentos de canciones para inducirlos a comprar el lenitivo
para los pesares. Siempre impecable, de vestido en tonos grises, un tanto regordete,
de níveo corazón y blancura de cisne, si las ventas no estaban muy buenas salía
con los zapatos bien lustrados y un amplio maletín de cuero repleto de discos
en busca de la clientela.
Decía que mi tío era antioqueño. Es notable la afinidad
entre antioqueños y bonaerenses y la simpatía entre ellos por cuanto comparten
un gusto común: el fútbol y el tango. En Medellín, ciudad donde murió Gardel, en
otra época existió mayor fiebre por el tango que en los mismos arrabales de
Buenos Aires. Y ni se diga de los miles de jugadores argentinos que han
militado en clubes colombianos de fútbol.
Otro
elemento de la cultura tanguera, además de los argentinismos, los términos de
la hípica y del folclor, más los provincianismos del Río de La Plata, es el lunfardo, un
dialecto de la ciudad que surge en el bajo mundo como una creación original de
la gente común y que con los años se cuela en todos los estratos sociales. En
nuestro medio antioqueño muchas de esas palabras llegaron para quedarse, en el
llamado parlache, y se hicieron coloquiales y corrientes, aunque varíe un poco
su significado. En efecto, la palabra «bacán» (♪Tu presencia de bacana puso calor en mi nido♫,
dice Gardel en Mano a mano) significa
en lunfardo una persona rica, acomodada, mientras que en nuestro lenguaje
popular tiene el sentido de una persona solidaria, acogedora y amable. Y enriquecieron
nuestro idioma palabras como «arrastre» (influencia de una persona sobre otra),
«arrugado » (bandoneón, apocado, acobardado), «bacán» (hombre adinerado, que
mantiene a una mujer), «balconear» (mirar sin participar en lo visto), «bandearse»
(pasarse, cruzarse de una parte a otra)… Esas palabras llegaban a nuestra casa,
a mis diez años, de una cantina de enfrente, en el barrio Yira~Yira
de Santa Rosa.
Cierta vez, departiendo en Makos, del parque de Bolívar, con
el psiquiatra-psicoanalista Alberto Restrepo Soto, mientras tomábamos un café ~que para nosotros los colombianos es una bebida que
significa tanto como el mate para los argentinos~ con croissant de pollo, hablamos del orgullo europeo de
los argentinos y de su simpatía por Medellín donde había un amor exacerbado
por el gemido del bandoneón. Me hizo referencia a un comentario que le hice una
semana antes, tomando un capuchino en el mismo lugar, en el sentido de que en
nuestra cultura antioqueña existe un matriarcado. Ahora me pregunto: ¿ocurrirá
lo mismo en Buenos Aires, si tenemos en cuenta que compartimos unos ideales y
unas problemáticas comunes como la violencia en las barriadas? ¿También en esa
gran ciudad existirá, como aquí, una fijación a la madre? Aunque al tango no le
es ajeno ningún tema, refleja marcadamente la ausencia de la mujer, el desengaño
de ella: ♪Si aquella boca mentía el amor que me ofrecía, por
aquellos ojos brujos yo habría dado siempre más♫,
entona Gardel en Cuesta abajo, con
letra de su compositor Alfredo Lepera.
Medellín
~denominada
«La ciudad de la eterna primavera»~ le rinde culto al tango y la
magia de su sonido, a ese producto que florece en ambas orillas del Río de La Plata (Buenos Aires y
Montevideo), a esa música que brotó un tanto desesperada en la ciudad y en la
que también se inscriben el vals, la milonga y el candombe. El bandoneón,
símbolo de la expresión tanguera ~si bien ha sido desplazado de
la mayoría de emisoras por géneros musicales como la salsa y el vallenato~ continúa gimiendo con su
nostalgia en bares de barrios tangueros como Manrique (donde mensualmente se hacía
una tango~vía), Antioquia, Colón, Aranjuez,
Buenos Aires, y en municipios colindantes como Envigado, Bello e Itagüí.
Todavía se oyen a los reyes del fox como la orquesta típica de Enrique
Rodríguez y las interpretaciones de Armando Moreno. Y ni hablar de todos los
artistas del tango proveniente del país del sur que nos visitaron, secundados
por compositores que tenían su anclaje cultural en la campiña argentina, y de
las academias de baile de tango que existen en nuestra ciudad y perpetúan esa expresión
sensual y complicada ~y por momentos vulgar~ de unos movimientos que en
buena parte provienen de los fandangos de los negros.
El
tango nació en los suburbios de Buenos Aires, tuvo su gestación popular en la
retorta de los emigrantes europeos, los trovadores criollos, y hacia 1917 le
dio cabida a las letras que lo hicieron famoso en la voz de Gardel y llegó primero
a París antes que al centro de esa ciudad y le dio la vuelta al mundo antes de
coronarse en la capital bonaerense como un pensamiento triste que se podía bailar,
según la expresión de Santos Discépolo (el autor de «Cambalache»: ♪Siglo veinte, cambalache, problemático y febril♫);
como esa ráfaga, esa diablura que los atareados años desafía, según un poema de
Borges; como unas rimas para la memoria colectiva con su sabor agridulce, con
la alegre tristeza de su compañía.
En
mis tiempos de vida bohemia en Medellín, de vez en cuando visitaba el bar
Homero Manzi, pero frecuentaba Bolero Bar, que tuvo en Alfredo Lamas su cantor
para celebrar el Martes del Tango. De nacionalidad argentina, fue un digno
representante del tango y su pesimismo trágico como el cine de Ingmar Bergman.
Con dos décadas viviendo en el país, vocalizaba sus canciones con pista y sin
el bandoneón que esconde nuestra vida en un teclado. En la tibieza de una noche
en que parpadeaban las estrellas y cuando el ojo gigante miraba hacia abajo, el
tanguista Lamas, exaltado en la barra por el aliento de la inspiración, se
concentró en componer Canción a mi soledad:
aunque mis
noches de insomnio