Darío Ruiz, Jaime Jaramillo, Fernando Cruz, Manuel Mejía |
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El tango y los amigos
/ Darío Ruiz Gómez
ACERCA DE LAS RUINAS
PERSONALES
“Escombros sembrados al azar, el más hermoso orden del mundo”
Heráclito
Me escuecen los ojos cuando los abro. Y al
intentar levantarme de la silla de inmediato la náusea me abraza el esternón,
fustiga al esófago y también al pensamiento: y el húmedo velo del frío me hace
estremecer larga y penosamente. Me he extraviado en un mundo fantasmagórico
cuya apariencia y materialidad se manifiestan a través de un tembloroso
fastidio: no quiero acercar los dedos a ese velo, no quiero recorrer con mi
mirada las superficies cenicientas de la habitación, no quiero aceptar este
fantasmal decorado, pero como compruebo sin pesar alguno me doy cuenta de que
he perdido los párpados. Como de costumbre hubo un momento en que me quedé
dormido del cansancio de beber y sobre todo de hablar por hablar: hay otro
espacio, otras palabras bailando como amebas en el torrente de un líquido
espeso, los otros flujos incontenibles de esta otra realidad –bilis o vómito
contenido- van camino de sombras apoderándose de todos los confines de mi alma
hasta conseguir finalmente su objetivo: dejarme abandonado y sin provisiones en
un país de lágrimas y me sacudo ante este sorpresivo remolino de tinieblas
hacia el cual desciendo para quedar flotando en la inclemencia de un
desconsuelo carente de bordes, sin causa alguna que lo explique o que llegue a
justificarlo: acudo, claro está a las citas mentales de escrituras necesarias
en el intento de convertir esta árida postración en una supuesta experiencia
literaria: Jack London y Malcolm Lowry o las alucinaciones alcohólicas de
Edgard Alan Poe, el meditabundo licor de Juan Benet. El rostro ajado, los ojos
aguados y sin norte alguno, las manos sin dueño, el autoengaño del escritor
fracasado - o ¿del farsante que se cree escritor?- aquel Don Birman de “Días sin
huella” donde Billy Wilder hunde sin misericordia alguna su escalpelo en las
transformaciones que causa el camino equivocado hacia la ruina personal, el
genial Ray Millands recaba en estas introspecciones y falacias del alcohólico,
la erosión de los adverbios a manos de la insoportable resignación de continuar
viviendo cuando es la mano la que se niega a la escritura, sofisma de
distracción a la vez y que trae al primer plano un fracaso manipulado desde el
aguardiente donde el intento de acceder a una escritura personal ha terminado
por enmudecer para siempre cualquier intento incluso de una reacción refleja y
lo que sigue a continuación no es un vertedero del alma consternada porque el
fracaso ya interiormente admitido esté justificado por una derrota real sino el
licuoso spleen que deja la borrachera, sobre todo la resaca alcohólica, esa
hoja de papel mareado por el agua y que el huracán esparce hacia las alturas de
los picos nevados de las montañas.
Desde el comienzo de
la borrachera y en las ondas del frío que desciende desde la alta noche rumbo
hacia las primeras claridades del alba he escuchado sus pasos en el corredor de
la casa, yendo y viniendo como un alienado encerrado en una jaula “Oh Jesús! ¡Oh Jesús!” repite con la voz
entrecortada de un asmático cuya curva de máxima intensidad la da el
aguardiente que anega por completo su cerebro, la desconcertante desazón de no
haber hallado en la vida una sola respuesta a sus indagaciones y a sus
indagatorias. “Estábamos enamorados todos de aquella bella mujer y cuando en las últimas horas de la tarde salía al parque y paseaba por el atrio de la iglesia,
hermosa, tan infinitamente
lejana, el erguido porte de aquella heroína de una canción o de una novela
francesa del siglo XIX sentíamos que el dolor, un dolor particular llenaría de
melancolía para siempre el resto de nuestras vidas y haría que a cada paso la
realidad nos comprobara que nunca llegaríamos a alcanzar la cercanía de esa
mujer. Supimos entonces del amor imposible y de la vida como un imposible para
quien ha visto la verdad demasiado temprano”. La voz resonaba emparamada como
si la humedad del ambiente la estuviera traspasando de la pavura de las cosas
que van desprendiéndose de su forma y su color a medida que los lívidos lienzos
de la melancolía de un pensamiento las va recubriendo. “Uno, chico, no necesita
sino de la muerte. No existe nada vivo o al menos yo nunca lo he conocido, ya
que siempre he estado muerto. Uno muerto ya no puede ser miserable o triste por
eso he pasado por el tiempo sin moverme, sin que nadie se percate de mi
vocación de ausencia. No ves que no muevo los párpados ni abro la boca, la
música, es la música la única que logra definir mi ausencia de vida y mi
voluntad absoluta de ser cursi es la que me permite comenzar a existir
temporalmente como un disco que termina y solamente vuelve a cobrar realidad
cuando otro ausente lo busca”.
Insomne levanta la
mano con el vaso de ron como iniciando una liturgia propia de las catacumbas
urbanas y se tiene la impresión que de pronto se va a hincar sobre el suelo de
ladrillo para pedirse perdón a sí mismo, para, como Don Birman, alejar en vano
la pesadilla del delirium tremens, las alas de esos grandes murciélagos
dibujados con tinta china, los gusanos que se arrastran por páginas inmaculadas,
las almohadas levitando sobre las grandes camas vacías. Pero sorbe la tristeza
que inunda su sangre y reanuda su discurso: la inutilidad de vivir, la
condición de ser triste por haberlo visto todo desde antes de nacer, dicho todo
esto en frases que se materializan en un imaginario telón de tela blanca, la
visión de grandes casonas pueblerinas, el azogado retrato de mujeres de los
años 30 , rostros al carboncillo o a la sanguina, los esmerados bucles, los
labios excitados, los ojos definidos por un destello de logrado impudor, por un
erótico desafío que de antemano saben que no se cumpliría allí en la provincia
más remota del mundo sino en las extensiones hacia el futuro de la imagen,
Gloria Marín o Imperio Argentina, Gene Tierney o Barbara Stanwich, o Sully
Moreno, coquetería de fulminante y devastador efecto sentimental y a la vez un
sorprendente recato de la belleza que impondrá el nuevo capitalismo a través
del cine y de la publicidad, modelo indispensable para él en la elaboración de
la imagen de la mujer ideal que nunca dejará de amar compulsivamente bajo las
imposiciones del alcohol: aquellas imágenes que el cine y las revistas
convirtieron en ícono fijo en los residuos del tedio de los día de la aldea y
que el licor trae una y otra vez a un presente deleznable , haciéndole saber
que lo que busca estará siempre ubicado bajo otra dimensión de la realidad, en
una alteridad a la cual solamente es posible acceder en esta cadena de
emociones, cuando habla y nadie en el mundo le pone atención: “…En la tarde que
en sombras se moría/ buenamente nos dimos el adiós/ mi tristeza profunda no
veías y al marcharte sonreíamos los dos / y la desolación mirándote partir
quebraba de ansiedad mi pobre voz..”( la voz de Ignacio Corsini).
Sentado en una banca
del parque lo he visto observar con ansiosa expectación a quién cruza por el
atrio, dos ancianas señoras vestidas de luto, tres campesinos venidos de alguna
vereda, un insólito caballero de sombrero de fieltro y traje de paño. Y fija su
mirada en el balcón donde no hay nadie sabiendo de antemano que ella, a la que
ha estado esperando desde sus ojos de la adolescencia no aparecerá en ningún
momento. Entonces suspira largamente, suspira y junta las manos como si fuera a
entonar un aria a la imagen votiva de esa ilusión: ¿A dónde se fue en el tiempo
la figura de mujer que su mirada busca,
esa mezcla de indiferente ternura de Gene Tierney o de belleza campirana de
Gloria Marín? Como aún es de mañana el centro del parque no ha sido agredido
con la presencia de extraños, con el paso de algún vehículo cruzando por uno de
los costados, todavía las palomas duermen: como una música solamente audible
para sus oídos baja de los montes el céfiro, a sus oídos de beodo el sonido de
la hoja de yarumo que se arruga, del colibrí que despierta los cálices de las
flores, sin agua la fuente retorna a ser piedra escondida. En la cavidad del
cerebro recorrido por la resaca agridulce del ron y el aguardiente está viendo
el replegarse de la niebla hacia el páramo, la silueta de los encenillos, de
las bromelias: espacios de la atmósfera donde busca vanamente deshacerse de su
cuerpo, alejarse del testigo de su conciencia, para mimetizarse en las gotas de
la neblina que va cerrándose sobre la cresta de la montaña que el silencio va
conquistando con un viento áspero.
El espectro ha
irrumpido en la sala de la casona: el transitivo fulgor de lo que él fue entre
sus cosas, mesas, colchas, floreros, retratos, el bastón, el retrato a lápiz
del anciano de barbas blancas y filudas, la fotografía de la mujer que no alcanzó
a vivir pues la mató la espera: lo que no fue carece por lo tanto de las
virtudes del pasado y aparece solamente ante los ojos de quien como él los ha
estado llamando a través de los libros o de las películas como un escenario que
quedó a medias rodeado de aguas inmóviles. Las convulsiones del alcohol
sobredimensionan el escenario lamoso y sobrevaloran el espectro, pero la mirada
del anciano en el retrato no contempla a nada ni a nadie. Y él, el escribidor,
siente que un hilo de bilis le llega a los labios y los empapa de más
sufrimiento porque la palabra que podría escribir para anular la distancia
entre sufrimiento y dolor es imposible, se ha hecho imposible. También mueren
los fantasmas: ” Alma mía sola siempre sola/ sin que nadie comprenda tu sufrimiento/
tu hondo padecer …Si yo tuviera un alma como la mía/ cuántas cosas ocultas le
contaría/ un alma que al mirarme sin decir nada me lo dijera todo con la
mirada (la voz de Alfonso Ortiz Tirado).
¿Quién si no María Grever supo adentrarse en
la sonoridad de la soledad como la caída en un abismo del cual ya no se regresa
nunca? El dolor es el mismo a pesar de las distintas versiones que cada alma
conmovida pueda darle.
Entonces emergiendo de alguna sombra no tenida en cuenta, al lado de la
radiola, emerge la figura de quien se ha estado escuchando desde los párrafos
tristes del fantasma, la cabeza calva con las narices de alpargata, las espesas
y encanecidas cejas, un campesino vasco o un terrorista irlandés, la frontera
del cuerpo humano con el liquen, con el pretérito encuentro de los páramos
nativos en las High Lands por donde vagó algún día: “Wichita beata”, agua
decantada en su pureza en el cuenco de greda de los manantiales escoceses. Y la
entrada discreta de David Henry Thoureau y los grandes bosques que circundan el
Concord y el Merrimack, éste dice es mi único y reconocible pasado antes de que
existiera mi cuerpo, “en esas landas azotadas por el bramido de las
tempestades, en esas aguas torrentosas templé mi espíritu en la voluntad de
estar lejos de la raza humana, pero viajé a Walden para saber de mi lugar en las
broncas riveras de esos bosques donde aún habla la voz de los indios. Sepan
entonces que yo no estoy aquí”.
“Que no hable yo sino
el licor” puntualiza recordando la frase inmortal de Eugene O´Neill porque el
licor lo sitúa en los bares de mala muerte de Nueva York o Washington o San
Francisco a través de cuya espesa desesperación aprendió a hacerse a una
educación sentimental apropiándose en las borra[1]cheras de los
paisajes de desvencijadas casetas de teléfonos, establos en ruinas, dunas , las
sábanas vomitadas de un hotelucho para jubilados , paisajes interiores que
recorría como un enajenado peregrino que sabe de antemano que lo que está
buscando está dos pasos más adelante de su sombra, una norma establecida del
road man que no escribe ni escribirá de estas situaciones para respetar y
honrar todo aquello que debe al cruzar a nuestro lado nos exige que nunca le
demos nombre: Spinoza o Maimónides al ser citados no están llamados desde su
memoria sino desde su presente existencial que siempre está dejando de ser
presente: el capote rasgado por la puñalada de la intolerancia de las llamadas
“gentes de bien” y que Spinoza mantenía a la vista para no olvidar los alevosos
asaltos a la razón. “Los colombianos mueren huérfanos de realidad” y se explaya
en una larga explicación sobre la precariedad de lo que considera vivir entre
la ignorancia de los ignorantes tal como la lucidez de su padre se lo anunció.
Así esa entelequia que es ser colombiano ni es ser ni presencia: en las trochas
de montaña se ha topado con este espectro del ser que lo ha mirado con indiferencia,
pero luego con la bondad de quien busca en esas virginales soledades su alma,
un alma íngrima, un alma que se confunde con los juegos de las tinieblas
íntimas y las neblinas decisivas en la locura de Heacliff. Lo dice Don Pedro
Flórez: “Esperanza inútil/ flor de desconsuelo/ ¿porqué no me dejas ahogar mis
anhelos?/ en la amarga copa/ de la realidad?/¿Por qué no me matas/ con un
desengaño? ¿Por qué no me hieres con un desamor? Esperanza inútil si ves que me
engaño/ ¿por qué no te mueres? / ¿Por qué no te mueres en mi corazón?” (canta
Daniel Santos) Pero el licor habla desde su cabeza con una voz alongada en su
acento regional, un gangueo, la tartamudez de sus gesticulaciones arañando el
aire. “La vida es una cosa bella y putica decía mi papá. La vida no es un
enunciado sino un implícito que nunca lograremos aplacar en sus llamados so
pena de convertirnos en algún empresario pedorro y nalgón. La vida es Dios
mismo en la fugaz alegría de las puticas cuando las saco a bailar” Su fornida
figura se desplaza como un enloquecido profeta por los páramos de Sonsón,
saltando las peñoleras del Tasajo, sumergiéndose en las aguas del Rianchón:”En
el orden del conocimiento, recuerda Thoureau, todos somos hijos de la neblina”
Y entonces se lo alcanza a ver entre los potrero en los Llanos de Santa Rosa
cuando los haces del sol van venciendo a la neblina y se lo ve a él cuando lo
enmarca la silueta de los robledales como a un perseguido en un cuento de
Chaucer. ¿Huele a alcohol o sigue viviendo en el alcohol? Recordar las
pesadeces de Lowry, los delirios de Poe y de Jack London: pienso en la apacible
borrachera de Joseph Roth, este pequeño y genial judío que buscó los ojos de la
Virgen María y desde ellos entró en la muerte.
Porque las
impugnaciones o los reclamos que le hizo a la vida y que buscó en el soporte de
la filosofía lo fue descubriendo a través de la música de las cantinas: “Alma
tumaqueña” su preferida en la voz de Tito Cortez: “Sueño/ con la/ angustiosa/
sensación emotiva/de buscar en la vida algo que no se alcanza” Sorbía la
tristeza y se quedaba haciendo conjeturas sobre las palabras sentidas y no
leídas, la canción de Heráclito afirmaba para sí es esta que cantan Ibarra y
Medina: “…yo siempre anduve por la penumbra sin comprender” ¿Te das cuenta de
ese principio del conocimiento descubierto por estos músicos que están
enterrados en Pereira? Vuelve al Heráclito que ha ido encontrando en estas
músicas: ”…hay que vivir el momento que nos importa el pasado si tal vez mañana
no estaremos juntos cuando llegue la ocasión” La voz de Fernando Torres. El
instante barroco donde la vida es un implícito, pero es el corazón el centinela
que nos permitirá reconocer el momento que esperábamos para lograr reconocer
entre las tinieblas de la borrachera a la mujer del balcón: soy lo que no deja
de ser en la ausencia, la presencia que se deshace, el último vuelo del ala de
la alondra pero también el pesado cuerpo que se derriba sobre el barrizal al
salir de una cantina. Llevo conmigo a Heráclito y a Pascal en los acordes de
“Los mareados: ”Hoy vas a entrar en mi en mi pasado/ en el pasado de mi vida/
tres cosas lleva mi alma herida/ amor, pesar y dolor/ hoy vas a entrar en mi
pasado/ . (La voz de Goyeneche) ¿Cuál es ese pasado o cuál fue ese amor? Y con
esto vuelve a repasar la galería de mujeres que estuvieron en su vida: las
enumera con rabia y con desánimo las besa, preguntándose por la suerte final de
la sortija que arrojó a un solar cuando la novia rechazó su propuesta de
matrimonio. Algunas veces le ha tocado despertar al ángel que se ha quedado
dormido en el balcón, un ángel mustio con su mismo rostro y con la mirada
puesta en el Ben Bulven en donde está enterrado Yeats. La muerte lo conoce pues
ha tenido vocación de atisbador de entierros, de escuchador de esquina de
cementerios. ¿Mamá a qué hora llamó Hipatia? La filosofía está siempre en las
esquinas ignoradas o en las prudentes ruinas de los pueblos y él habla de los
filósofos que se ha encontrado en las plazas de mercado, en los buses
intermunicipales: el habla en libertad, en la arrolladora certeza de vidas que nacen
cada día y mueren cada noche –refiere- los significados que encontró en el
sobaco de una putica entre el olor a alhucema y a mugre del cuarto del burdel :
pero las respuestas que los filósofos buscan en los textos académicos él las
encontraba en los lugares donde estas respuestas venían envueltas en las
páginas mareadas de revistas basura, en los peores films mexicanos, en la más
vulgar canción parrandera, en las paredes leprosas de un hotelucho de
carretera. ¿Quién me ha dejado aquí las escrituras de las confidencias de
alguien que no existió? Papá ¿Puedes escucharme, papá? Ser siendo en el discreto
dolor que era para él la inconstancia de las mujeres bruñidas por el oro de la
tarde en las ventanas quedas de los barrios populares. ¿Cómo entonces pasar del
pensamiento a la palabra que se escribe y ser incapaz de contener estas
imágenes viajeras, estas desaprobaciones de la existencia y esta posibilidad de
acercarse a la inmortalidad que nace del haber no vivido? Las praderas de
Dakota sembradas de trigo mecidas por el viento y el hielo en las calles de
Chicago y la ría de Bilbao, dioramas de sus momentos de existencia recordadas
antes de ser vividas. ¿Es el dominio del recuerdo una misión de las ruinas personales
o una ubicación de los escombros de lo que no fuimos?
Hay un momento en que
la vibración distraída de la noche se transforma en un espacio bañado por una
luz plomiza que podría ser el anuncio de la aurora pero que es el halo azuloso
que emerge de un sepulcro. Por eso en los ojos del borracho cruza el pavor ante
el descubrimiento de algo que no esperó volver a ver nunca: el patio de piedra,
el amplio salón con el ataúd rodeado con los cirios que arden, el mareante
perfume de las azucenas y las dalias. El cuarto de la puta que tenía un solo seno
y cantaba en las tardes, los jardines del hotel Magdalena y la silueta del
vapor “David Arango” la oficina de abogado de su padre. El bocito de la niña
pecosa que orinaba en el patio trasero de la casa: también han cobrado realidad
entonces las figuras del tapete que ha adornado la sala desde siempre: el árabe
que huye montando su brioso caballo, el largo fusil en la mano y la bella mujer
que lleva en la cabecera de la montura, el restallido de los cascos sobre la
arena pedregosa, volando hasta perderse con ella hacia cualquier madrugada del
mundo, más allá de todos los desiertos.
Abre los ojos para
que puedas aceptar el milagro: el parque está solo, solos los árboles abrasados
por el inesperado resuello de la tierra y la bella mujer ha salido al balcón,
Joan Fontaine la de “Cartas de una desconocida”, Gloria Marín en “El peñón de
las ánimas” Los ojos ya desorbitados la miran en el asombro de ver la presencia
en su vida de quiénes solamente han existido a través de películas, de
folletines y convertidas de repente en el penoso desasosiego de quien para
siempre debe renunciar al amor para asumir su naufragio ante desconsiderada
acumulación de signos muertos En la pauta de silencio que imponen el jardín y
el monte se escucha el paso de las caravanas por los desiertos de Libia, el
cruce de las embarcaciones remontando el Nilo azul, los cascos del corcel
rastrillando el empedrado en la casa de las dos palmas: ella, ella duerme y
pasas de puntilla hacia la poltrona desde donde la contemplas ¿Hacia qué
regiones del sueño se orienta su mirada? ¿Hacia qué penínsulas de anticipados
recuerdos? Pero tu sollozo no se escucha, tus lagrimas no caen ya que el país
que ellas habitan no figura en ningún mapamundi ¿Vos la viste Fernando, vos
también la viste? ¿Cuál es el tiempo que transcurre entre tu ánimo
atropellado y esta visión de la mujer que no existió nunca y nunca cobrará
realidad física?
Jamás un reloj podrá dar la hora en que vive tu corazón de enamorado: la cinta se ha puesto de nuevo en movimiento de manera que los dos hombres identificados momentáneamente en sus visiones regresan a sus copas de aguardiente con el estremecimiento de quienes están sorprendidos de encontrarse allí en ese escenario dominado por la neblina y la humedad. Y entonces Fernando responde. ”Sí Manuel yo también la vi” Y al decirlo cae en cuenta de que el tiempo en que permanecieron cautivos en el reino del absoluto silencio no fueron días sino los años que se necesitan para encontrar un recuerdo: sí yo la vi también en la terraza del hotel “Los Tamarises” en Neguri cuando las aguas de la ría comienzan a ser purificadas por el mar, el sol permanece sobre la ladera de Portugalete y en el ambiente de la terraza del hotel hay una invitación al baile. Hay mujeres que vienen y se esfuman en la ilusión, pero ¿Qué sucede cuando ya no hay ilusiones? El tren que avanza hacia Plencia entre campos en barbecho bajo la pausa que para la siembra supone el verano, cantad corazones de muchachas traed alegría a este corazón enfermo de saudades. Pero tú Aurori estarás entre las gentes que en el parque bailan la “Picolísima serenata”, Aurori mi Alida Valli ¿Qué es aquello que se pierde de la vista entre el último brillo del mar? La borrachera me impide distinguirte entre la muchedumbre que despide al “Satrústegui” que levó anclas sin que me diera cuenta. “Adiós con el corazón que con el alma no puedo/ adiós con el corazón del sentimiento me muero …” (voces bilbaínas)
Un más pronunciado
silencio se apodera de las cinco de la mañana: los pensamientos giran
aletargadamente igual que un disco colocado con distintas revoluciones de
velocidad, el jinete y la muchacha han regresado al gobelino, las mujeres de
1890 de las fotografías aumentan su aire de ausencia en esa transición con que
Alfonso Mucha las sacará de la inmovilidad de las fotografías para dotarlas del
aura que logró alcanzar en sus grandes decorados, sus dibujos como la belleza
que escapa de un tiempo que no la comprende. El taciturno Baudelaire las
transformará en melancolía:
en este momento han
desaparecido los leves ecos de algún mar invocado y los dos borrachos parecen
no requerir ahora la estancia de esas náyades en su mutismo interior ni
O´Neill, ni London tampoco las necesitaron a esta hora en que ha comenzado a
caer el rocío sobre las arboledas y las plantas del borde de las quebradas,
sobre los mendigos, sobre la maleza que oculta el cadáver aún insepulto de la
maestra fusilada, sobre las bramantes aguas del Shannon los girones del alma se
esparcen: el licor se ha situado en un lugar fijo del organismo al cual el
cerebro no logra llegar ¿Cómo acceder a la escritura de los muertos? ¿A cuáles
muertos vio Poe en el momento en que el hielo de la nieve acumulada sobre su
agonizante cuerpo ponía enfrente de sus ojos; la figura de Annabel Lee? Con los
ojos puestos en la Virgen María, Joseph Roth sólo vio el rescoldo que ilumina a
los perdidos de sí mismos y los arropa con la bondad de María, la Virgen María.
Para London el licor no es una evasión y por supuesto el borracho no es alguien
que recurre al licor para evadirse de sí mismo, el alcohol es la lucidez
extrema, de ahí la cínica sonrisita del ebrio que busca el más profundo rincón
de los bares e inventa a la medida de sus necesidades ciertos argumentos
metafísicos al uso de ellos mismos en su desdén hacia lo que abandonaron o
mejor nunca fue suyo: una gramática de la desolación. Se ha ido en este
permanente desfile de amarguras más allá de lo que llamamos el sol negro de la
melancolía como un estado de ánimo de ilusos e ilusas que aún esperan que en la
ausencia se disfrace la posibilidad de un regreso o que aparezca la imagen
soñada bajo la sombra del tejado. En este caso no se arranca de géneros
literarios que ya han impuesto un tipo de melancolía como las que Richard
Burton clasifica, sino que esta desazón parte de nada o sea del origen mismo de
lo mismo. El limo de las canciones de cantinas, la insensata
música de los burdeles más mugrientos nos descubren un impronunciable código
del dolor tan inmemorial como el mundo y anterior a todo pacto social. Otra
cosa es que Heráclito cayera en manos de la truhanería académica que, para
convertirlo en materia de un pénsum universitario, lo maquilló con una lógica
de clase media: Pero están los soles de un Mediterráneo necesario: ”Oye seremos
tristes con la tristeza vaga de los parques lejanos/ de las muertas ciudades,
de los puertos nocturnos cuyo faro se apaga” – lo dice, lo enuncia Rafael Maya.
La vivencia mediante la experiencia genuina de un sufrimiento que escapa a
cualquier diagnóstico y que no está entre las tradiciones del ser humano ante
lo imposible, tiene por lo tanto una respuesta sentimental – porque es lo
inaprehensible- y no académica, la escritura del desolado no es otra cosa que
la sangre y la lágrima asumidas con el decoro de quienes nunca cobraron
existencia y aún permanecen situados en estos espacios de la desolación o del
rechazo a ser significado alguno. Refiriéndose a Malcolm Lowry a “Bajo el
volcán” dice William Gass que “el tiempo no pasa en las cantinas. Están en
penumbra como en penumbra está una iglesia, una iglesia muchas veces iluminada
por velas, u, ocasionalmente, por inesperadas partículas de luz procedentes de
grietas abiertas en sucias e incalificables paredes, y no falta el frecuente
murmullo de los sacerdotes al oficiar, ni los fieles que acuden aún a horas
misteriosas a la cripta de este o aquel santo extravagante- la Virgen, en los
casos de quiénes no tienen a nadie, por ejemplo…”
Los dos amigos han
muerto: el uno escribió sin cesar para hacer frente a su congénita soledad de
astronauta abandonado en un asteroide, habituado al despojo que la vida había
hecho de sus rostros más amados, mujeres – antes que dioses- que forjó en su
imaginación traumatizada y que nunca llegaron a cobrar vida porque los bruscos
cambios de costumbres los confinaron final[1]mente en ese lugar de
los tiempos donde desaparecen los relojes y solamente el delirio del alcohol
les concede realidad “Dolor de vieja arboleda, canción de esquina” ¿Quién
podría atreverse a certificar que Homero Manzi o Agustín Lara o Discepolín o
Carlos Vieco no vivían ya en las preguntas de Diógenes Laercio, Montaigne, de
Maimónides, en la ironía de Chesterton, en el malhumor de Ciorán? Uno escoge
por su cuenta y riesgo la tradición que justifique y enaltezca estas caídas y
caídas, cada abismo que creamos: la vida nos escribe y de este modo lo que el
otro buscó para que fuera su testimonio ha sido aquello que se borra en un tablero
infantil convirtiéndose o en llaga o en cicatriz. El primero abría los ojos
hacía la sagrada luz con que el rocío lo saludaba para que su hermosa cabeza de
galán campesino pudiera contemplar las altas tierras a donde ansiaba ir a
descansar. ¿Y la literatura y los libros? En este cruce de caminos, de
pesadumbres heredadas, de resistencia a lo establecido, la literatura no
dejaría de ser la simulación de un Gólem y por lo tanto tenía que asumirse en
las palabras que escribe la desolación de quienes buscaron a Dios y por fin lo
encontraron en estos azares de las desventuras, en estos nublados cruces de
caminos.
Thomas Bernhard
establece la diferencia entre el filósofo que escribe y el filósofo que no
escribe porque radicalmente debe asumir aquello que debe ejemplarizar, pero
como una fe de vida. Con el alboroto de sus días y noches, el sobrino de
Wittgenstein, compañero de fechorías de Bernhardt va sembrando a su paso sus
desaforadas irreverencias frente a las cuales temblaba la mediocridad de la
sociedad vienesa, políticos, magistrados, artistas consagrados, nadie en quien
confiar. La descripción del sobrino de Wittgenstein concuerda asombrosamente
con la de este blanco animal celta cuya existencia ha discurrido entre amigotes
de terminales de bus, mecánicos, comerciantes al baratillo de telas o
vendedores de lotería; alguien como él que tiene el don de beber sin que nadie
pueda derrotarlo, pues hasta el más atrevido terminará desgonzado a sus pies
como lo comprobó más de una vez en los pubs de Escocia y sobre todo de Dublín,
hijo del ventarrón edimburguiano que estremecía el cuerpo endeble de Roberto
Louis Stevenson y los apretujados bosques del Concord y del Merrimakc,
roussoniano de extirpe repite la frase de Jhon Muir de que en una eventual
guerra entre los hombres y los osos él naturalmente se pondría de parte de los
osos. Ser de las tempestades que rugen en su interior agobiado de rencor contra
los depredadores de la naturaleza su lema venía también de Muir en su Diario.
“Hoy nevó todo el día, después llovió y la tormenta hizo más oscura la neblina.
¡Qué bello día hizo hoy!” Asumirse en el papel del oso era un imposible cuando
se viene de preguntas de Averroes, de Maimónides, de Spinoza, de Nietzsche y de
la fascinante claridad argumental de María Zambrano. Aporías de la existencia
en las cuales el discípulo de Ruskin, de Stevenson, el conmovido peregrino que
bajo la sombra de un roble pronuncia los versos de Wadsworth al estío inglés,
abandonándose al no ser luego de que la abrasadora carta de Lord Chandos le
hubiera puesto al descubierto su propia estupefacción ante un desgarramiento
existencial tan insospechado y profundo que de repente y para siempre te
conduce a no confiar más en las palabras, o sea realmente a abandonarlas para
siempre cuando constatas la imposibilidad en ellas de que logren transmitir
algo del asombro y la náusea que sientes cuando la vida pierde toda poética y
se ha hecho visceral, odiosa, incapaz de escuchar el eco de los astros del
cielo. ¿No podría referirse a otro lenguaje a partir de las glándulas, de la
fisiología tal como logró hacerlo Louis Ferdinand Celine? ¿O de las secreciones
o miasmas, de las flatulencias como lo logró Rabelais? ¿ O de la cercanía de
Dios tal como lo logró San Juan de la Cruz? De los ladrillos emparamados se
desprende un olor a tumba cubierta de una grama frágil, a pedo de bestia que
dormita en la cueva donde iverna, las hilachas de la neblina que se deslizan
por entre las rendijas de las puertas cuando los grillos, los ratones, las
comadrejas, las cucarachas, los búhos parecen haberse marchado hacia sus
propios aposentos.
-Su palabra chocó
contra la barrera de sus pulmones, contra la muralla inexpugnable de su
guargüero flagelado: desde antes de haber nacido esta aporía se había encargado
de recordarle que el mundo y su realidad se habían constituido en algo
imposible de desvelar para él, lo que logró con esta autoexclusión temprana fue
algo merodeado desde su adolescencia bajo la estética de los mercados públicos,
de las cantinas de obreros y de campesinos que habían perdido el último
transporte, o de los burdeles de mujercitas que llevaban siglos sin pegar un
ojo. Y tempranamente se hizo al uso de la fonética de las sirvientas, de los
mecánicos, de los vendedores de comida barata, de los lustrabotas la palabra
que mana de un origen impensado ignorando el hacha de la muerte y el baile que
la distrae. Y es el no sentido lo que le permite escuchar estas voces con la
ayuda del licor, a escuchar los consejos de Jack London de mantenerse en un
perpetuo hablar consigo mismo. Por esto el shock entre el yo que parece sumirlo
en distintas versiones de la cólera, a lanzar denuestos públicamente contra la
mentira y la falacia de los poderes colocándolo al borde de una espasmódica
histeria cuando escuchaba en esas cantinuchas de santas olvidadas la mística de
los adioses en el murmullo de las agonías, o, mejor, se las encontraba en
cualquier cementerio, en alguna guarida de facinerosos donde se dejaba llevar
de la calma que permite escuchar el ramaje de los bosques de Maine después de
los grandes ventiscas de nieve:
ahí afuera la lluvia
había cesado, se escuchaba el goteo de las ramas más frágiles, el último
respiro de las cañerías en los corredores, ese instante en que la viborilla se
arroja al agua de la acequia y empieza a desplegar los brillos de los espejos
que descorren la esperada claridad de un alba detenida en sus cavilación de las
distancias, en el unánime reclamo de las cordilleras para vol[1]ver
a ser horizonte: la aporía sentimental que ha hecho cercana cada cosa, cada
nombre que no ha sido pronunciado, cada dédalo oxidado, el trazo de un lápiz
labial olvidado en el cajón de un mueblecillo de prostíbulo, en las estelas de
las ruinas presentidas:
¿Necesitó Sócrates de
la palabra escrita? Ser nadie para seguir en estado de latencia y aquello que
por una convención verbal llegamos a llamar literatura o filosofía ya no tenga
justificación aquí donde la respiración entrecortada señala el tartamudeo de
los pensamientos, el dominio de las imágenes sobre cualquier intento de
escritura imponiendo la pauta vibrante de los paisajes donde la palabra no es
ni escritura ni sintaxis y nunca podría alcanzar algún posible significado:
¿Qué hacer con esta escritura que se repliega cada vez más hacia las
oscuridades del alma? los dos amigos se han ausentado con el último sonido que
restaba de la noche y como un guardián de este ritual yo permanezco al lado de
su ausentamiento tratando en vano de ser también lo ausente. Al fondo de la
visión que se esfuma alcanzo a ver a un joven Cruz Kronfly que sale borracho de
una cantina en Cartago abrazando un gran oso de peluche y se sube a un bus que
va para Manizales : la imagen termina por diluir toda explicación sobre lo que
sucede y me pregunto sobre dónde diablos pueden estar ahora si aquí en el lugar
en donde estoy y donde soy incapaz de responderme: estarán en esa franja de
tiempo que han conquistado los borrachos a lo largo y ancho de la historia
cuando el día se desliza desde la noche acosada ya por las claridades del alba,
cuando se anula el tiempo de los relojes y la trampa de los calendarios. Y allí
me esperan: “ …esa amistad nos/tenía atados/, siempre a los tres/ ¿Dónde
andarás Pancho Alsina? / ¿Dónde andarás Balmaceda?/ Yo los espero en la
esquina/ de Suárez y Necochea…/ Hoy ninguno acude a mi cita/ Ya mi vida toma el
desvío.” Reza el tango en letra y música de Cadícamo y en la voz de Carlos
Roldán. Borges se queja en un texto del desastre que supuso una intervención
urbanística que afeó a Puente Alsina. Pero el Gordo Aníbal en la canalización
de la quebrada que está frente a su inmemorial “Patio del tango” en donde hemos
estado sentados por siglos, construyó un puentecito de madera para uso de los
vecinos y orondamente le colocó el nombre de Puente Alsina. Las imágenes nos
conceden una patria que no cabe en ningún mapa o libreta de direcciones.
( A la memoria siempre viva de Fernando y Manuel)