viernes, 6 de julio de 2007

El patio sin Aníbal

Manos en el fuego


El patio sin Aníbal


Jaime Jaramillo Panesso


Aníbal se llamaba. Le decían El Gordo, pero no era gordo de grasa, sino que estaba relleno de tango. Había pescado esta musical enfermedad durante su juventud, cuando apareció la pandemia. Como nunca ha existido vacuna para la tanguedia, al Gordo le ocurrió todo lo contrario de Alberto Aguirre, ese del pelo descachalandrado que escribe en una revista de fruslerías bogotana. A Alberto se le ralló el disco y lo intoxicó. Entonces se tornó alérgico delirante. Al Gordo lo reformó de su vida pasada y lo puso a vivir del tango, que ya había sido policía y carnicero.

Si esos iniciales oficios hubieran acicateado la inteligencia del jericoano Moncada, es muy probable que no desembocara en esa tormentosa bohemia de sus clientes y otras veces en la del propio Gordo. Uno de ellos fue otro jericoano de “nacencia”: Manuel Mejía Vallejo. Para que su amor por El Mudo Gardel prosperara, instaló una cantina con el nombre de Patio del Tango, primero en la frontera con el Barrio Guayaquil y luego la trasladó al Barrio Antioquia (dizque Barrio Trinidad, rebautizado así por concejales conservadores para tapar la metida de pata de haberlo declarado antes “Zona de Tolerancia” sexual). Allí Aníbal se asentó con toda su familia a trabajar el duro arte combinatorio de cantinero y jefe de cocina, con especialidad en carnes de corte argentino, como el churrasco a lo Moncada de 750 gramos, jugoso y limpio.

El Gordo montó El Patio del Tango a partir de su condición de “pater familias”. Allí laboraban su esposa, sus hijas, los maridos de estas, los nietos y llegó hasta el círculo de los biznietos, amén de los artistas cercanos a su corazón de empresario ad hoc y padrino, como Armando Moreno y Luís Correa. De tal manera que conformaba un todo residencial con hospedaje para cantores y músicos del género y las tres generaciones de Moncadas y moncaditas, todos ellos viviendo con “los cosos de al lado”.

Aníbal tuvo comunicación directa y extrasensorial con San Romualdo, forma piadosa como llamaba a Gardel. En cierta ocasión cayó enfermo con la mitad de su cara paralizada, impedido para cantar y para hablar, dirigió sus oraciones a San Romualdo y lo curó. En otra oportunidad una nube oscura y sin agüeros se vino encima de la tarima de los artistas que, esa tarde en la plaza de Andes, presentaban un espectáculo musical. Nadie dudaba de que caería el chubasco a la hora inicial del acto, ni el alcalde dudaba siquiera. Pues el Gordo habló secretamente con su ángel protector, Carlitos Gardel, y la nube se fue a llorar a otro paraje. En resumidas cuentas, Aníbal Moncada pudo justificar plenamente el altar que, en junio, precedía la conmemoración de su santo.

Complementó su formación todera con la fonomímica de cuenta chistes y música mexicana, para lo cual solía usar un inmenso sombrero charro. Pero dos actividades centraron su dedicación: cantar tangos y milongas y bailar los mismos géneros. Ese trasegar en la música ciudadana le permitió viajar en varias oportunidades a la Argentina, y al regresar, dar cátedra a los demás tangueros, a promocionar a sus ahijados cantores, hijos de figuras populares como los señalados atrás, pero inferiores a sus modelos paternos.

Sentarse a la mesa con el Gordo Aníbal era mirar la época violenta del barrio y su visión de los pandilleros, conversar sobre temas musicales o de la política local y verlo hacer gárgaras con el aguardiente puro, para descrestar a los contertulios. Sabemos que varios clientes dejaron vales firmados, deudas pendientes. Paguen. No ocurra que junto a sus nuevos compinches de milonga celestial, venga a cobrar el vento que le deben.

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