El cambalache que yira y yira
Jaime Jaramillo Panesso
Enrique Santos Discépolo, (1901-1951),-
Discepolín le decían sus amigos - nunca imaginó que su tango bandera,
Cambalache, hubiera de sufrir tantas vicisitudes, como la prohibición durante
la dictadura militar en Argentina. Quizás tampoco que se hiciera verdad su
premonición de pesimista redomado: llegar y pasar el año dos mil y aún estar
lleno de truhanes, embaucadores y traidores a la buena fe de los ciudadanos.
Pequeño, pero vigoroso y
trabajador, Discépolo quedó huérfano desde muy temprana edad. Sin padres,
estuvo bajo la protección de su hermano Armando quien le enseñó el teatro en
una ciudad que, como Buenos Aires, siempre le ha prodigado tanta atención a
este género literario. La orfandad lo marcó de por vida. La ausencia de la
madre la compensó con el estreno de casi todos sus temas musicales por voces
femeninas muy famosas en la canción ciudadana. Llegó al tango por el camino del
teatro y su inspiración estuvo profundamente influida por dos elementos: la
crítica situación económica de los años treinta que vivía su país y el mundo,
derivada de la denominada Crisis del 29, el crack o quiebra de la economía. Y
la impronta del lunfardo como habla popular porteña. De allí que se le diga que
es un “filosofo” en el tango, un tanto panfletario, puesto que sus letras son
más para pensar, reflexionar, que para disfrutar su contenido estético.
En sus letras se evidencia la
protesta y la sátira social. Una sola
enunciación será suficiente para conocer el autor: Cambalache, Chorra, Yira,
Uno, Tormenta, Secreto, Confesión, Victoria. Discépolo sabía ponerla en la nota
central de su discurso letrístico. Hombre culto, en su juventud anduvo en
tertulias de sus paisanos emigrantes italianos que profesaban el anarquismo como filosofía política,
herencia de los europeos que poblaron la Argentina y de los cuales él era
descendiente.
La crítica social que se
encuentra en sus temas es el resultado de la “mishiadura”, aquella situación
que afectaba a miles de personas como el desempleo, los bajos salarios, el
empobrecimiento y la agonía social que produjo la crisis económica y luego las
dictaduras, la década infame, que sucedieron a la caída de Hipólito Irigoyen.
Santos Discépolo fue el compositor y autor que expresó ese tiempo y de allí que
sus tangos los denominan “tango mishio”. A él se le debe esa soberbia
definición del género musical rioplatense: “El tango es un pensamiento triste
que se puede bailar”.
En uno de sus diversos viajes que
realizó llegó a Marruecos y mientras recorría unos viejos barrios de mercaderes
moriscos de la ciudad de Tetuán, escuchó en una victrola las notas de su tango
Yira Yira. Entonces entró al almacén por cuya puerta se colaban los sonidos y
su asombro fue mayor al mirar que un dependiente, un trabajador del mostrador,
cantaba a media lengua su canción.
Gremialista combativo, enfrentó a
viejas glorias de las orquestas de su ciudad para desbancarlos de la junta de
SADAIC – Sociedad Argentina de Autores y Compositores- cuando consideró que no
cumplían acertadamente su papel. En tales conflictos se notaba la pugna de
peronistas y los contrarios que dividió
a los tangueros para siempre.
La crítica que encierran sus
letras se dirige a la confusión de los valores sociales, al papel del dinero,
la pérdida de la personalidad y del carácter y la cosificación del hombre y la
mujer. En Discépolo es mejor no buscar la metáfora ni la artesanía en el buen
decir, porque en él lo que se encuentra es la figura fuerte de su letra que
rompe los moldes de la sumisión y la hipocresía.
Contemporáneo de los grandes
poetas del tango como Homero Manzi, Homero Expósito o Cátulo Castillo, es, sin
embargo, el menos poeta, pero el más iconoclasta y lacerante. Viene a nuestra
memoria porque hizo sus tangos a su manera: “Yo tengo alma de valija, pero de
valija que vuelve. Mi vida fue eso: un ir y volver…. Soy como un boomerang, por
temperamento. Como los criminales, como los novios y como los cobradores, yo
regreso siempre….”
Con ocho meses de diferencia,
pero en el mismo año, 1951, murieron Manzi y Discépolo. En el sanatorio, Manzi
escribe un poema dedicado a su amigo Discépolo. El poema lo dicta por teléfono
a Aníbal Troilo “Pichuco” quien lo convierte en un tango memorable. Mientras
tanto Discépolo, con su cigarrillo casi inacabable, dicta su sentencia: “La
tristeza es el corazón que piensa”. De tanto pensar su corazón, le entraron las
ganas de no vivir más. Pero sus tangos viven en el año dos mil. Y en el tres
mil también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario