Malena es un nombre de tango
Almudena Grandes
(Fragmento)
Había
aprovechado el recreo para acompañarla a la capilla, donde se ocupaba de cambiar
las flores del altar. Ése era el único trabajo del convento que la gustaba, y a
mí también me encantaba estar a solas con ella en aquella estancia inmensa,
cuya imponente solemnidad se disolvía como por ensalmo a medida que avanzábamos
por el pasillo central cargando una prosaica ofrenda de flores, jarras con
agua, tijeras y bolsas de basura, para desaparecer por completo poco después,
cuando alcanzábamos el estrado y yo me paseaba alrededor del altar mientras
Magda, absorta en su trabajo, me contaba cualquier cosa. Pero aquella mañana,
el silencio no terminaba de romperse, y me sentía incómoda, como si la
indiferencia con la que mis ojos recorrían aquel recinto fuera en sí misma un
pecado mortal, y por eso intenté provocar una conversación preguntando lo
primero que se me ocurrió.
—Oye,
Magda… —yo nunca anteponía a su nombre la palabra tía, ése era mi
privilegio—
¿por qué te bautizaron otra vez al entrar aquí? Te podrías haber seguido llamando
madre Magdalena, ¿no?
—Sí,
pero pensé que sería más divertido cambiar. Vida nueva, ropa nueva. No me bautizó
nadie, Malena, yo lo elegí. No me gusta mi nombre.
—Ah,
pues a mí sí que me gusta el mío.
—Claro
—levantó un segundo la vista de los crisantemos que estaba ordenando por
alturas, y me miró, sonriendo—, porque tu nombre es bonito, es un nombre de tango.
Te lo puse yo, con una Magda ya había bastante.
—Sí,
pero Agueda es mucho peor que Magda.
—¡Uy,
no creas! Acércate un momento a la sacristía y mira el cuadro que hay en la
pared, anda.
No
me atreví a soltar el picaporte, como si presintiera que iba a necesitar
parapetarme
tras el imaginario escudo de la puerta para afrontar una masacre tan horrorosa,
la sangre que manaba a borbotones del cuerpo de esa mujer joven cuya sonrisa
confiada me hacía suponer mucho más dolorosas aún sus heridas, como si un tirano
invisible la estuviera obligando a decir con los ojos que allí no pasaba nada, como
si ni siquiera se hubiera atrevido a alargar sus dedos hasta la túnica para comprobar
que la tela estaba empapada, teñida hasta la cintura de un macabro rojo oscuro
que intensificaba el contraste con la blancura de esos dos pálidos e indefinibles
conos que parecía transportar en una bandeja, con gesto de camarera experta.
—¡Qué
espanto! —Magda respondió a mi sincera exclamación con una carcajada
—.
¿Quién es esa pobre?
—Santa
Agueda… o santa Agata, como quieras, se llama de las dos maneras. Yo hubiera
preferido ponerme Agata, que tiene mucho más glamur, pero no me dejaron
porque
no es un nombre español.
—¿Y
quién le hizo eso?
—Nadie.
Fue ella misma.
—Pero
¿por qué?
—Pues
por amor a Dios —ya había terminado con los jarrones, y me acerqué a ella para
ayudarla a recoger—. Verás, Agueda era una chica muy piadosa que sólo se preocupaba
de su vida espiritual, pero tenía muy buen tipo y, sobre todo, unas tetas enormes,
estupendas, que por lo visto la estorbaban constantemente, porque cada vez que
salía de casa, todos los hombres se la quedaban mirando, y la decían piropos, bueno,
no sé… más bien serían burradas. Total, que como con tanto barullo no conseguía
concentrarse, pero tampoco podía ir a la iglesia sin pisar la calle, un buen día
se puso a pensar en qué sería lo que a los hombres les gustaba tanto de ella, y
al darse cuenta de que eran sus tetas, decidió acabar con su lujuria cortando
por lo sano.
—¿Y
lo consiguió?
—Claro
que sí. Cogió un cuchillo, se colocó así… —Magda se inclinó sobre el
altar,
apoyando solamente sus pechos en el borde y mantuvo durante unos instantes su
mano derecha en el aire para dejarla caer luego, en un simulado arrebato de violencia—,
y ¡zas!, se cortó las dos tetas de cuajo.
—¡Aghhh,
qué asco! Y se murió, claro.
—No.
Plantó las tetas en una bandeja y salió a la calle muy contenta para ir a la iglesia
y ofrecérselas a Dios como prueba de su amor y su virtud, ya lo has visto en el
cuadro.
—¿Eso
que hay en la bandeja del cuadro son dos tetas? —asintió con la cabeza—.
¡Pero
si no tienen remate!
—Ya…
Es que ese cuadro lo pintó un monje benedictino, y no sé, le debió dar
cosa
dibujar los pezones. No lo debía llevar muy bien, sin embargo, porque bien que lo
empapó todo de sangre, Zurbarán pintó a Agueda sin una sola gota, y eso que él también
era fraile… Anda, vámonos ya, que se te va a hacer tarde. ¿A que es una historia
bonita?
—No
sé.
—A
mí sí me lo parece, y por eso ahora me llamo Agueda