martes, 30 de noviembre de 2021

Malena es un nombre de tango de Almudena Grandes

Malena es un nombre de tango 

Almudena Grandes

(Fragmento)


Había aprovechado el recreo para acompañarla a la capilla, donde se ocupaba de cambiar las flores del altar. Ése era el único trabajo del convento que la gustaba, y a mí también me encantaba estar a solas con ella en aquella estancia inmensa, cuya imponente solemnidad se disolvía como por ensalmo a medida que avanzábamos por el pasillo central cargando una prosaica ofrenda de flores, jarras con agua, tijeras y bolsas de basura, para desaparecer por completo poco después, cuando alcanzábamos el estrado y yo me paseaba alrededor del altar mientras Magda, absorta en su trabajo, me contaba cualquier cosa. Pero aquella mañana, el silencio no terminaba de romperse, y me sentía incómoda, como si la indiferencia con la que mis ojos recorrían aquel recinto fuera en sí misma un pecado mortal, y por eso intenté provocar una conversación preguntando lo primero que se me ocurrió.

—Oye, Magda… —yo nunca anteponía a su nombre la palabra tía, ése era mi

privilegio— ¿por qué te bautizaron otra vez al entrar aquí? Te podrías haber seguido llamando madre Magdalena, ¿no?

—Sí, pero pensé que sería más divertido cambiar. Vida nueva, ropa nueva. No me bautizó nadie, Malena, yo lo elegí. No me gusta mi nombre.

—Ah, pues a mí sí que me gusta el mío.

—Claro —levantó un segundo la vista de los crisantemos que estaba ordenando por alturas, y me miró, sonriendo—, porque tu nombre es bonito, es un nombre de tango. Te lo puse yo, con una Magda ya había bastante.

—Sí, pero Agueda es mucho peor que Magda.

—¡Uy, no creas! Acércate un momento a la sacristía y mira el cuadro que hay en la pared, anda.

No me atreví a soltar el picaporte, como si presintiera que iba a necesitar

parapetarme tras el imaginario escudo de la puerta para afrontar una masacre tan horrorosa, la sangre que manaba a borbotones del cuerpo de esa mujer joven cuya sonrisa confiada me hacía suponer mucho más dolorosas aún sus heridas, como si un tirano invisible la estuviera obligando a decir con los ojos que allí no pasaba nada, como si ni siquiera se hubiera atrevido a alargar sus dedos hasta la túnica para comprobar que la tela estaba empapada, teñida hasta la cintura de un macabro rojo oscuro que intensificaba el contraste con la blancura de esos dos pálidos e indefinibles conos que parecía transportar en una bandeja, con gesto de camarera experta.

—¡Qué espanto! —Magda respondió a mi sincera exclamación con una carcajada

—. ¿Quién es esa pobre?

—Santa Agueda… o santa Agata, como quieras, se llama de las dos maneras. Yo hubiera preferido ponerme Agata, que tiene mucho más glamur, pero no me dejaron

porque no es un nombre español.

—¿Y quién le hizo eso?

—Nadie. Fue ella misma.

—Pero ¿por qué?

—Pues por amor a Dios —ya había terminado con los jarrones, y me acerqué a ella para ayudarla a recoger—. Verás, Agueda era una chica muy piadosa que sólo se preocupaba de su vida espiritual, pero tenía muy buen tipo y, sobre todo, unas tetas enormes, estupendas, que por lo visto la estorbaban constantemente, porque cada vez que salía de casa, todos los hombres se la quedaban mirando, y la decían piropos, bueno, no sé… más bien serían burradas. Total, que como con tanto barullo no conseguía concentrarse, pero tampoco podía ir a la iglesia sin pisar la calle, un buen día se puso a pensar en qué sería lo que a los hombres les gustaba tanto de ella, y al darse cuenta de que eran sus tetas, decidió acabar con su lujuria cortando por lo sano.

—¿Y lo consiguió?

—Claro que sí. Cogió un cuchillo, se colocó así… —Magda se inclinó sobre el

altar, apoyando solamente sus pechos en el borde y mantuvo durante unos instantes su mano derecha en el aire para dejarla caer luego, en un simulado arrebato de violencia—, y ¡zas!, se cortó las dos tetas de cuajo.

—¡Aghhh, qué asco! Y se murió, claro.

—No. Plantó las tetas en una bandeja y salió a la calle muy contenta para ir a la iglesia y ofrecérselas a Dios como prueba de su amor y su virtud, ya lo has visto en el cuadro.

—¿Eso que hay en la bandeja del cuadro son dos tetas? —asintió con la cabeza—.

¡Pero si no tienen remate!

—Ya… Es que ese cuadro lo pintó un monje benedictino, y no sé, le debió dar

cosa dibujar los pezones. No lo debía llevar muy bien, sin embargo, porque bien que lo empapó todo de sangre, Zurbarán pintó a Agueda sin una sola gota, y eso que él también era fraile… Anda, vámonos ya, que se te va a hacer tarde. ¿A que es una historia bonita?

—No sé.

—A mí sí me lo parece, y por eso ahora me llamo Agueda


 

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