sábado, 23 de junio de 2007

JAVIER GIL GALLEGO


Javier Gil Gallego

CUESTA ABAJO

Si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido
y el dolor de ya no ser.
Gardel, Le Pera

No tuvo velorio. Qué más velorio que verlo ahí, humillado, derrotado. Hacía tiempo que era un cadáver. Cuando miro su habitación lo recuerdo: sentado en el catre de lona encordando, afinando, tocando, acariciando la guitarra –desteñida como sus dedos– que era su punto de contacto con el mundo. Al fondo la pared sin revocar, adornada con las carátulas de los discos que lo hacían sentir artista profesional. Música compuesta cuando era joven y aún improvisaba con la vida, acompañado por alguna de las mujeres que cruzaron su existencia, en la que dejó una prole que siempre renegó de su semilla. Cada acetato era un recuerdo: una década de vida que ya todos conocíamos, y que él mostraba en el barrio como un pasaporte cuando llegaba con alguna carátula bajo el brazo, para que todos se enteraran que no era un arrastrado y sólo estaba esperando la pensión que el gobierno entregaría a los artistas que habían hecho grande la música colombiana. Esta cantinela, tantas veces repetida, terminó por volverse mofa. Burlonamente lo llamaban El turpial del Suroeste, nombre con que lo bautizó un locutor de Ecos del San Juan, el 16 de marzo de 1964, después de una memorable presentación en el teatro Minerva.
En su primera producción se mostraba orgulloso con sus compadres Joaquín Restrepo, en el requinto; y Humberto Quiroz, segunda voz y guitarra: El trío Andino. Al respaldo se veían títulos que ya eran inmortales en la voz y las cuerdas de Los Panchos, Los Embajadores, El Trío América, y un surco con su primera composición: Muñequita andina, dedicada a su primera mujer, mi madre. El disco salió al mercado en el año que yo nací. Me asoció con su buena estrella; afirmaba que yo era su sol. Fui la única mujer que en realidad quiso, la única hija que visitaba, y estoy segura de que sus regresos esporádicos a casa los hacía por mí, no por mi madre. El disco fue promocionado en todo el Suroeste, y él, orgulloso, afirmaba que se vendieron más de mil copias. En esta primera carátula se ve con su bigote recortado y pulido, su pelo negro engominado, el traje de paño que resalta la blancura de su tez, y su porte de príncipe exiliado. Tenía treinta años. Ahora, al mirarse en esa imagen, duda de que sea él y la contempla como a un hijo que murió en la plenitud de su carrera artística; como los grandes, que mueren jóvenes para que nunca los olviden.
El Suroeste era su santuario: desde Jardín hasta Caldas, donde tenían presentaciones todas las semanas de miércoles a domingo, pero sus giras demoraban hasta dos meses. Él las prolongaba. Era un hombre encantador y enamorado, llenaba de promesas otro corazón, y cuando desaparecía el furor regresaba donde mi madre: su refugio. Ella siempre le guardó el lado izquierdo de la cama y se lo mantenía tibio, por si aparecía en la noche cantándole una serenata, como lo hizo cuando la enamoraba. Mientras cosía y escuchaba radionovelas miraba por la ventana, ansiosa de verlo llegar caminando erguido, paralizando la tarde, acompañado de su guitarra y las miradas ansiosas de las vecinas.
Su destino cambió cantando a dúo con Lucho Ramírez en el Club La Rochela. Alucinado, según sus propias palabras, por su voz, su porte y la forma de interpretar la guitarra, Lucho lo llenó de ilusiones y un mes más tarde estaba en Medellín. No supimos de él hasta tres años después, cuando regresó con el Trío Malagueño, con treinta y cinco años encima, y sus enredos amorosos que lo acompañaron toda la vida. Persuadió a mi madre y nos trasladamos para Medellín a vivir con él. Siempre ausente, aparecía cuando se enfermaba o estaba pobre. Nuestra casa era su albergue. De esta época es su segunda producción, enmarcada en dos vidrios, como imagen religiosa: Canciones para enamorar, con el sensacional Trío Malagueño. En él había dos composiciones suyas: Retorno a tu amor y Siempre soñé contigo, supuestamente inspiradas por su único amor: mi madre. Ella, entre tanto, trabajaba como obrera en una fábrica textil. Dos o tres veces al año veíamos llegar a un hombre apuesto, vestido de blanco, imponente: nuestro desconocido padre. Salíamos los cuatro y el contraste con mi madre era abrumador: reducida, resignada, había perdido toda esperanza del amor y retornó a sus días de campo con simpleza. Lo único que deseaba en el mundo era no ser vista, no estorbar. Mi padre llegaba: nos colmaba de historias, recortes de prensa, tarjetas de presentación y de promesas; y alentaba en nosotros la idea de seguir el camino del arte como músicos, que nos abriría todas las puertas.
Lo volví a ver, cuatro años después. Regresó con un nuevo disco, esta vez con Los Jilgueros. Había estado viviendo en Pereira y mostraba orgulloso sus nuevas composiciones. En la carátula se leía: por J. M. Estrada. Llegó lleno de regalos y promesas. Pretendía llevarnos para Manizales, por donde decía que pasaba el meridiano de la música en el país. A pesar de que sólo tenía cuarenta cinco años, ya se notaban los estragos de la noche en su cara y asomaban las primeras canas. Me pagaba un peso por cada una que fuera eliminando. En diciembre de ese año apareció inesperadamente en la casa –la primera navidad que compartimos– con el compromiso de que se quedaría y que sería padre y esposo, y lo fue durante dos meses. Recuperó su forma, su gallardía, su familia, y partió. Y se inició su declive.
Armó tríos, desbarató cuartetos, para terminar tocando el bajo en un grupo de música tropical. Animaban fiestas de quince años, matrimonios, grados. Más trabajo y menos dinero. Ya no era imprescindible, y a veces lo veíamos bailar ejecutando coreografías que lo hacían ver más viejo. Se tiñó el pelo y se cortó el bigote, marca de toda su vida. Con Los azules del ritmo culminó su colección de carátulas en la pared. Se volvió un mercenario de la música. Extrañada, lo encontré tocando el guitarrón con mariachis, en una de las muchas fiestas de quince a las que me invitaron. Los míos nunca me los celebraron: me quedé esperándolo a él, que me había prometido la más grande de todas las fiestas, jamás vista en el barrio. Al descubrirlo en un mariachi, por primera vez sentí pena de él, por él, viéndolo vender casetes y entregar tarjetas de Las Águilas de América con su gigantesco sombrero, la chaquetilla y los pantalones bordados en hilos brillantes: una penosa caricatura del apuesto galán que siempre fue.
Su salud se deterioró con el trabajo, o fue el trabajo el que se deterioró con su salud, no sé, creo que es lo mismo. Empezó a arrimarse lentamente a la casa, iba tres o cuatro días a la semana, a recuperarse, a contarnos de proyectos, de composiciones, de grupos que nunca fueron. Mi hermano no lo soportaba y nunca lo perdonó. Pronto escogió mujer y se alejó de la casa. Mi madre lo miraba como a un hijo enfermo con el que había que cargar, un minusválido más, y su trato con él era áspero como si se estuviera vengando de muchas noches de soledad esperándolo, de las deslealtades, de las traiciones. En mí pudo más el amor que me prodigaba cuando reaparecía. Era mi papá; no podía verlo tirado en la calle. Con mi ayuda terminó sus últimos días en un lecho caliente; no quería que acabara solo y viejo apolillándose en un rincón. Disimuladamente ponía dinero en su bolsillo para que se diera sus vueltas por el centro, comprara cigarrillos, hablara con sus amigos, se tomara un tinto. No se levantaba antes de las nueve de la mañana, y regresaba después de las ocho de la noche. Daba la impresión de que no quería estorbar. Siempre conseguía para beber, y llegaba con su inseparable amiga, la guitarra, la única que nunca quiso empeñar, que se acomodó a sus dedos y a su vida. Los dos se veían paupérrimos. Ya no le servían sus trajes; los vendió. Del buen paño y el lino pasó a los vestidos de segunda, que negociaba en la minorista.
Ahora lo recuerdo: era un viejo, flaco, desdentado, con su camisa blanca percudida, de cuello largo que sacaba por encima de una chaqueta azul de terlette, mostrando su escuálido pecho con unas cadenas doradas que nadie suponía que fueran de oro. Cantaba entonces en el Parque de Bolívar, por monedas o tragos de alcohol. La última vez que lo vi como artista fue cuando se subió a cantar al bus. Los dos nos miramos asombrados, desilusionados. Ya él había perdido la vergüenza.
El año pasado, cuando no regresó a la casa después de una ausencia de ocho días, lo busqué. El primero de diciembre, el día en que nos llamaron de la morgue para verificar si el cadáver de un hombre de aproximadamente setenta años, uno con sesenta y cinco de estatura, vestido con chaqueta azul, camisa, pantalón y mocasines blancos, hallado tres días antes abrazado a una vieja guitarra, era el de mi padre. Mi madre, que había trocado su amor por indiferencia, me suplicó que si era él, me abstuviera de reconocerlo. Y argumentó: si es él, tendremos que pagarle el entierro, y no vale la pena enterrarlo. Lleva muchos años muerto.

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