El tango de Dien Bien Phu /
David Castillo
«Brillaba mi mirada desafiante contra sus ojos amarillentos, prolongación de Pacer de su bayoneta calada, a medio metro. Y por primera vez en la vida, después de las persecuciones, de la deportación, del castillo de Montjuic y de la Model, tuve miedo. No miedo a morir, no; no miedo al dolor, no; no miedo a ser herido, no. Era el miedo a sentirse desarmado, de tener que acatar órdenes después de haber sido libre, aunque fuera en las peores condiciones posibles. La guerra había sido, al fin y al cabo, ir a por todas.
Habíamos tirado todos los patatas sobre
la mesa, y por primera vez tuve la sensación de haber perdido. En medio de los
restos de la columna, acompañados de gente enferma y mutilados, pocos podrían
identificarnos con los hombres de Durruti: los que habíamos derrotado a los
facciosos en Barcelona habíamos llevado la revolución allá donde llegábamos.
Finalmente, nos replegábamos desarmados,
empapados de aguanieve y sin otra cosa por meternos en el estómago que nuestra
saliva espesa. Se iniciaba el camino del silencio, incierto, de no saber hacia
dónde iríamos, con la muerte como único horizonte.
»Había luchado desde chaval contra el
hambre y contra las semanadas miserables que mataron a mi madre de tuberculosis
y dos de mis hermanos por desnutrición. Todo quedaba atrás. Había un antes y un
después. La frontera era el miedo: por primera vez en la vida tenía miedo. Los
ojos enormes de los senegaleses nos apuntaban con la mismo brillo enfermizo que
las bayonetas de sus mosquetones, que el aliento gélido que salía de sus bocas.
Sus dientes blancos eran la muerte deseada por muchos de nuestros compañeros
como una liberación. Tenían el mismo miedo que
nosotros, pero nosotros nos sentíamos
desnudos sin nuestras armas, requisadas pocos metros antes. Nos rodeaban
amenazando con los fusiles, cientos de vigilantes haciendo cerco al ejército
inexpugnable de los hijos de la tierra. No era la guerra de los jóvenes africanos,
pero alguien los había contaminado con historias sobre diablos que ardían santos
e iglesias y violaban monjas. No se daban cuenta de que una parte de los que
viajaban con nosotros eran criaturas indefensas y mujeres destruidas para
siempre