jueves, 30 de marzo de 2023

El tango y los amigos / Darío Ruiz Gómez

 

Darío Ruiz, Jaime Jaramillo, Fernando Cruz, Manuel Mejía

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El tango y los amigos / Darío Ruiz Gómez

 

ACERCA DE LAS RUINAS PERSONALES

Darío Ruiz Gómez

                “Escombros sembrados al azar, el más hermoso orden del mundo” 

                                                                                                                       Heráclito

 

Me escuecen los ojos cuando los abro. Y al intentar levantarme de la silla de inmediato la náusea me abraza el esternón, fustiga al esófago y también al pensamiento: y el húmedo velo del frío me hace estremecer larga y penosamente. Me he extraviado en un mundo fantasmagórico cuya apariencia y materialidad se manifiestan a través de un tembloroso fastidio: no quiero acercar los dedos a ese velo, no quiero recorrer con mi mirada las superficies cenicientas de la habitación, no quiero aceptar este fantasmal decorado, pero como compruebo sin pesar alguno me doy cuenta de que he perdido los párpados. Como de costumbre hubo un momento en que me quedé dormido del cansancio de beber y sobre todo de hablar por hablar: hay otro espacio, otras palabras bailando como amebas en el torrente de un líquido espeso, los otros flujos incontenibles de esta otra realidad –bilis o vómito contenido- van camino de sombras apoderándose de todos los confines de mi alma hasta conseguir finalmente su objetivo: dejarme abandonado y sin provisiones en un país de lágrimas y me sacudo ante este sorpresivo remolino de tinieblas hacia el cual desciendo para quedar flotando en la inclemencia de un desconsuelo carente de bordes, sin causa alguna que lo explique o que llegue a justificarlo: acudo, claro está a las citas mentales de escrituras necesarias en el intento de convertir esta árida postración en una supuesta experiencia literaria: Jack London y Malcolm Lowry o las alucinaciones alcohólicas de Edgard Alan Poe, el meditabundo licor de Juan Benet. El rostro ajado, los ojos aguados y sin norte alguno, las manos sin dueño, el autoengaño del escritor fracasado - o ¿del farsante que se cree escritor?- aquel Don Birman de “Días sin huella” donde Billy Wilder hunde sin misericordia alguna su escalpelo en las transformaciones que causa el camino equivocado hacia la ruina personal, el genial Ray Millands recaba en estas introspecciones y falacias del alcohólico, la erosión de los adverbios a manos de la insoportable resignación de continuar viviendo cuando es la mano la que se niega a la escritura, sofisma de distracción a la vez y que trae al primer plano un fracaso manipulado desde el aguardiente donde el intento de acceder a una escritura personal ha terminado por enmudecer para siempre cualquier intento incluso de una reacción refleja y lo que sigue a continuación no es un vertedero del alma consternada porque el fracaso ya interiormente admitido esté justificado por una derrota real sino el licuoso spleen que deja la borrachera, sobre todo la resaca alcohólica, esa hoja de papel mareado por el agua y que el huracán esparce hacia las alturas de los picos nevados de las montañas.

Desde el comienzo de la borrachera y en las ondas del frío que desciende desde la alta noche rumbo hacia las primeras claridades del alba he escuchado sus pasos en el corredor de la casa, yendo y viniendo como un alienado encerrado en una jaula “Oh Jesús! ¡Oh Jesús!” repite con la voz entrecortada de un asmático cuya curva de máxima intensidad la da el aguardiente que anega por completo su cerebro, la desconcertante desazón de no haber hallado en la vida una sola respuesta a sus indagaciones y a sus indagatorias. “Estábamos enamorados todos de aquella bella mujer y cuando en las últimas horas de la tarde salía al parque y paseaba por el atrio de la iglesia, hermosa, tan infinitamente lejana, el erguido porte de aquella heroína de una canción o de una novela francesa del siglo XIX sentíamos que el dolor, un dolor particular llenaría de melancolía para siempre el resto de nuestras vidas y haría que a cada paso la realidad nos comprobara que nunca llegaríamos a alcanzar la cercanía de esa mujer. Supimos entonces del amor imposible y de la vida como un imposible para quien ha visto la verdad demasiado temprano”. La voz resonaba emparamada como si la humedad del ambiente la estuviera traspasando de la pavura de las cosas que van desprendiéndose de su forma y su color a medida que los lívidos lienzos de la melancolía de un pensamiento las va recubriendo. “Uno, chico, no necesita sino de la muerte. No existe nada vivo o al menos yo nunca lo he conocido, ya que siempre he estado muerto. Uno muerto ya no puede ser miserable o triste por eso he pasado por el tiempo sin moverme, sin que nadie se percate de mi vocación de ausencia. No ves que no muevo los párpados ni abro la boca, la música, es la música la única que logra definir mi ausencia de vida y mi voluntad absoluta de ser cursi es la que me permite comenzar a existir temporalmente como un disco que termina y solamente vuelve a cobrar realidad cuando otro ausente lo busca”.

Insomne levanta la mano con el vaso de ron como iniciando una liturgia propia de las catacumbas urbanas y se tiene la impresión que de pronto se va a hincar sobre el suelo de ladrillo para pedirse perdón a sí mismo, para, como Don Birman, alejar en vano la pesadilla del delirium tremens, las alas de esos grandes murciélagos dibujados con tinta china, los gusanos que se arrastran por páginas inmaculadas, las almohadas levitando sobre las grandes camas vacías. Pero sorbe la tristeza que inunda su sangre y reanuda su discurso: la inutilidad de vivir, la condición de ser triste por haberlo visto todo desde antes de nacer, dicho todo esto en frases que se materializan en un imaginario telón de tela blanca, la visión de grandes casonas pueblerinas, el azogado retrato de mujeres de los años 30 , rostros al carboncillo o a la sanguina, los esmerados bucles, los labios excitados, los ojos definidos por un destello de logrado impudor, por un erótico desafío que de antemano saben que no se cumpliría allí en la provincia más remota del mundo sino en las extensiones hacia el futuro de la imagen, Gloria Marín o Imperio Argentina, Gene Tierney o Barbara Stanwich, o Sully Moreno, coquetería de fulminante y devastador efecto sentimental y a la vez un sorprendente recato de la belleza que impondrá el nuevo capitalismo a través del cine y de la publicidad, modelo indispensable para él en la elaboración de la imagen de la mujer ideal que nunca dejará de amar compulsivamente bajo las imposiciones del alcohol: aquellas imágenes que el cine y las revistas convirtieron en ícono fijo en los residuos del tedio de los día de la aldea y que el licor trae una y otra vez a un presente deleznable , haciéndole saber que lo que busca estará siempre ubicado bajo otra dimensión de la realidad, en una alteridad a la cual solamente es posible acceder en esta cadena de emociones, cuando habla y nadie en el mundo le pone atención: “…En la tarde que en sombras se moría/ buenamente nos dimos el adiós/ mi tristeza profunda no veías y al marcharte sonreíamos los dos / y la desolación mirándote partir quebraba de ansiedad mi pobre voz..”( la voz de Ignacio Corsini).

Sentado en una banca del parque lo he visto observar con ansiosa expectación a quién cruza por el atrio, dos ancianas señoras vestidas de luto, tres campesinos venidos de alguna vereda, un insólito caballero de sombrero de fieltro y traje de paño. Y fija su mirada en el balcón donde no hay nadie sabiendo de antemano que ella, a la que ha estado esperando desde sus ojos de la adolescencia no aparecerá en ningún momento. Entonces suspira largamente, suspira y junta las manos como si fuera a entonar un aria a la imagen votiva de esa ilusión: ¿A dónde se fue en el tiempo la figura de mujer que su mirada busca, esa mezcla de indiferente ternura de Gene Tierney o de belleza campirana de Gloria Marín? Como aún es de mañana el centro del parque no ha sido agredido con la presencia de extraños, con el paso de algún vehículo cruzando por uno de los costados, todavía las palomas duermen: como una música solamente audible para sus oídos baja de los montes el céfiro, a sus oídos de beodo el sonido de la hoja de yarumo que se arruga, del colibrí que despierta los cálices de las flores, sin agua la fuente retorna a ser piedra escondida. En la cavidad del cerebro recorrido por la resaca agridulce del ron y el aguardiente está viendo el replegarse de la niebla hacia el páramo, la silueta de los encenillos, de las bromelias: espacios de la atmósfera donde busca vanamente deshacerse de su cuerpo, alejarse del testigo de su conciencia, para mimetizarse en las gotas de la neblina que va cerrándose sobre la cresta de la montaña que el silencio va conquistando con un viento áspero.

El espectro ha irrumpido en la sala de la casona: el transitivo fulgor de lo que él fue entre sus cosas, mesas, colchas, floreros, retratos, el bastón, el retrato a lápiz del anciano de barbas blancas y filudas, la fotografía de la mujer que no alcanzó a vivir pues la mató la espera: lo que no fue carece por lo tanto de las virtudes del pasado y aparece solamente ante los ojos de quien como él los ha estado llamando a través de los libros o de las películas como un escenario que quedó a medias rodeado de aguas inmóviles. Las convulsiones del alcohol sobredimensionan el escenario lamoso y sobrevaloran el espectro, pero la mirada del anciano en el retrato no contempla a nada ni a nadie. Y él, el escribidor, siente que un hilo de bilis le llega a los labios y los empapa de más sufrimiento porque la palabra que podría escribir para anular la distancia entre sufrimiento y dolor es imposible, se ha hecho imposible. También mueren los fantasmas: ” Alma mía sola siempre sola/ sin que nadie comprenda tu sufrimiento/ tu hondo padecer …Si yo tuviera un alma como la mía/ cuántas cosas ocultas le contaría/ un alma que al mirarme sin decir nada me lo dijera todo con la mirada (la voz de Alfonso Ortiz Tirado).

 ¿Quién si no María Grever supo adentrarse en la sonoridad de la soledad como la caída en un abismo del cual ya no se regresa nunca? El dolor es el mismo a pesar de las distintas versiones que cada alma conmovida pueda darle. Entonces emergiendo de alguna sombra no tenida en cuenta, al lado de la radiola, emerge la figura de quien se ha estado escuchando desde los párrafos tristes del fantasma, la cabeza calva con las narices de alpargata, las espesas y encanecidas cejas, un campesino vasco o un terrorista irlandés, la frontera del cuerpo humano con el liquen, con el pretérito encuentro de los páramos nativos en las High Lands por donde vagó algún día: “Wichita beata”, agua decantada en su pureza en el cuenco de greda de los manantiales escoceses. Y la entrada discreta de David Henry Thoureau y los grandes bosques que circundan el Concord y el Merrimack, éste dice es mi único y reconocible pasado antes de que existiera mi cuerpo, “en esas landas azotadas por el bramido de las tempestades, en esas aguas torrentosas templé mi espíritu en la voluntad de estar lejos de la raza humana, pero viajé a Walden para saber de mi lugar en las broncas riveras de esos bosques donde aún habla la voz de los indios. Sepan entonces que yo no estoy aquí”.

“Que no hable yo sino el licor” puntualiza recordando la frase inmortal de Eugene O´Neill porque el licor lo sitúa en los bares de mala muerte de Nueva York o Washington o San Francisco a través de cuya espesa desesperación aprendió a hacerse a una educación sentimental apropiándose en las borra[1]cheras de los paisajes de desvencijadas casetas de teléfonos, establos en ruinas, dunas , las sábanas vomitadas de un hotelucho para jubilados , paisajes interiores que recorría como un enajenado peregrino que sabe de antemano que lo que está buscando está dos pasos más adelante de su sombra, una norma establecida del road man que no escribe ni escribirá de estas situaciones para respetar y honrar todo aquello que debe al cruzar a nuestro lado nos exige que nunca le demos nombre: Spinoza o Maimónides al ser citados no están llamados desde su memoria sino desde su presente existencial que siempre está dejando de ser presente: el capote rasgado por la puñalada de la intolerancia de las llamadas “gentes de bien” y que Spinoza mantenía a la vista para no olvidar los alevosos asaltos a la razón. “Los colombianos mueren huérfanos de realidad” y se explaya en una larga explicación sobre la precariedad de lo que considera vivir entre la ignorancia de los ignorantes tal como la lucidez de su padre se lo anunció. Así esa entelequia que es ser colombiano ni es ser ni presencia: en las trochas de montaña se ha topado con este espectro del ser que lo ha mirado con indiferencia, pero luego con la bondad de quien busca en esas virginales soledades su alma, un alma íngrima, un alma que se confunde con los juegos de las tinieblas íntimas y las neblinas decisivas en la locura de Heacliff. Lo dice Don Pedro Flórez: “Esperanza inútil/ flor de desconsuelo/ ¿porqué no me dejas ahogar mis anhelos?/ en la amarga copa/ de la realidad?/¿Por qué no me matas/ con un desengaño? ¿Por qué no me hieres con un desamor? Esperanza inútil si ves que me engaño/ ¿por qué no te mueres? / ¿Por qué no te mueres en mi corazón?” (canta Daniel Santos) Pero el licor habla desde su cabeza con una voz alongada en su acento regional, un gangueo, la tartamudez de sus gesticulaciones arañando el aire. “La vida es una cosa bella y putica decía mi papá. La vida no es un enunciado sino un implícito que nunca lograremos aplacar en sus llamados so pena de convertirnos en algún empresario pedorro y nalgón. La vida es Dios mismo en la fugaz alegría de las puticas cuando las saco a bailar” Su fornida figura se desplaza como un enloquecido profeta por los páramos de Sonsón, saltando las peñoleras del Tasajo, sumergiéndose en las aguas del Rianchón:”En el orden del conocimiento, recuerda Thoureau, todos somos hijos de la neblina” Y entonces se lo alcanza a ver entre los potrero en los Llanos de Santa Rosa cuando los haces del sol van venciendo a la neblina y se lo ve a él cuando lo enmarca la silueta de los robledales como a un perseguido en un cuento de Chaucer. ¿Huele a alcohol o sigue viviendo en el alcohol? Recordar las pesadeces de Lowry, los delirios de Poe y de Jack London: pienso en la apacible borrachera de Joseph Roth, este pequeño y genial judío que buscó los ojos de la Virgen María y desde ellos entró en la muerte.

Porque las impugnaciones o los reclamos que le hizo a la vida y que buscó en el soporte de la filosofía lo fue descubriendo a través de la música de las cantinas: “Alma tumaqueña” su preferida en la voz de Tito Cortez: “Sueño/ con la/ angustiosa/ sensación emotiva/de buscar en la vida algo que no se alcanza” Sorbía la tristeza y se quedaba haciendo conjeturas sobre las palabras sentidas y no leídas, la canción de Heráclito afirmaba para sí es esta que cantan Ibarra y Medina: “…yo siempre anduve por la penumbra sin comprender” ¿Te das cuenta de ese principio del conocimiento descubierto por estos músicos que están enterrados en Pereira? Vuelve al Heráclito que ha ido encontrando en estas músicas: ”…hay que vivir el momento que nos importa el pasado si tal vez mañana no estaremos juntos cuando llegue la ocasión” La voz de Fernando Torres. El instante barroco donde la vida es un implícito, pero es el corazón el centinela que nos permitirá reconocer el momento que esperábamos para lograr reconocer entre las tinieblas de la borrachera a la mujer del balcón: soy lo que no deja de ser en la ausencia, la presencia que se deshace, el último vuelo del ala de la alondra pero también el pesado cuerpo que se derriba sobre el barrizal al salir de una cantina. Llevo conmigo a Heráclito y a Pascal en los acordes de “Los mareados: ”Hoy vas a entrar en mi en mi pasado/ en el pasado de mi vida/ tres cosas lleva mi alma herida/ amor, pesar y dolor/ hoy vas a entrar en mi pasado/ . (La voz de Goyeneche) ¿Cuál es ese pasado o cuál fue ese amor? Y con esto vuelve a repasar la galería de mujeres que estuvieron en su vida: las enumera con rabia y con desánimo las besa, preguntándose por la suerte final de la sortija que arrojó a un solar cuando la novia rechazó su propuesta de matrimonio. Algunas veces le ha tocado despertar al ángel que se ha quedado dormido en el balcón, un ángel mustio con su mismo rostro y con la mirada puesta en el Ben Bulven en donde está enterrado Yeats. La muerte lo conoce pues ha tenido vocación de atisbador de entierros, de escuchador de esquina de cementerios. ¿Mamá a qué hora llamó Hipatia? La filosofía está siempre en las esquinas ignoradas o en las prudentes ruinas de los pueblos y él habla de los filósofos que se ha encontrado en las plazas de mercado, en los buses intermunicipales: el habla en libertad, en la arrolladora certeza de vidas que nacen cada día y mueren cada noche –refiere- los significados que encontró en el sobaco de una putica entre el olor a alhucema y a mugre del cuarto del burdel : pero las respuestas que los filósofos buscan en los textos académicos él las encontraba en los lugares donde estas respuestas venían envueltas en las páginas mareadas de revistas basura, en los peores films mexicanos, en la más vulgar canción parrandera, en las paredes leprosas de un hotelucho de carretera. ¿Quién me ha dejado aquí las escrituras de las confidencias de alguien que no existió? Papá ¿Puedes escucharme, papá? Ser siendo en el discreto dolor que era para él la inconstancia de las mujeres bruñidas por el oro de la tarde en las ventanas quedas de los barrios populares. ¿Cómo entonces pasar del pensamiento a la palabra que se escribe y ser incapaz de contener estas imágenes viajeras, estas desaprobaciones de la existencia y esta posibilidad de acercarse a la inmortalidad que nace del haber no vivido? Las praderas de Dakota sembradas de trigo mecidas por el viento y el hielo en las calles de Chicago y la ría de Bilbao, dioramas de sus momentos de existencia recordadas antes de ser vividas. ¿Es el dominio del recuerdo una misión de las ruinas personales o una ubicación de los escombros de lo que no fuimos?

Hay un momento en que la vibración distraída de la noche se transforma en un espacio bañado por una luz plomiza que podría ser el anuncio de la aurora pero que es el halo azuloso que emerge de un sepulcro. Por eso en los ojos del borracho cruza el pavor ante el descubrimiento de algo que no esperó volver a ver nunca: el patio de piedra, el amplio salón con el ataúd rodeado con los cirios que arden, el mareante perfume de las azucenas y las dalias. El cuarto de la puta que tenía un solo seno y cantaba en las tardes, los jardines del hotel Magdalena y la silueta del vapor “David Arango” la oficina de abogado de su padre. El bocito de la niña pecosa que orinaba en el patio trasero de la casa: también han cobrado realidad entonces las figuras del tapete que ha adornado la sala desde siempre: el árabe que huye montando su brioso caballo, el largo fusil en la mano y la bella mujer que lleva en la cabecera de la montura, el restallido de los cascos sobre la arena pedregosa, volando hasta perderse con ella hacia cualquier madrugada del mundo, más allá de todos los desiertos.

Abre los ojos para que puedas aceptar el milagro: el parque está solo, solos los árboles abrasados por el inesperado resuello de la tierra y la bella mujer ha salido al balcón, Joan Fontaine la de “Cartas de una desconocida”, Gloria Marín en “El peñón de las ánimas” Los ojos ya desorbitados la miran en el asombro de ver la presencia en su vida de quiénes solamente han existido a través de películas, de folletines y convertidas de repente en el penoso desasosiego de quien para siempre debe renunciar al amor para asumir su naufragio ante desconsiderada acumulación de signos muertos En la pauta de silencio que imponen el jardín y el monte se escucha el paso de las caravanas por los desiertos de Libia, el cruce de las embarcaciones remontando el Nilo azul, los cascos del corcel rastrillando el empedrado en la casa de las dos palmas: ella, ella duerme y pasas de puntilla hacia la poltrona desde donde la contemplas ¿Hacia qué regiones del sueño se orienta su mirada? ¿Hacia qué penínsulas de anticipados recuerdos? Pero tu sollozo no se escucha, tus lagrimas no caen ya que el país que ellas habitan no figura en ningún mapamundi ¿Vos la viste Fernando, vos también la viste? ¿Cuál es el tiempo que transcurre entre tu ánimo atropellado y esta visión de la mujer que no existió nunca y nunca cobrará realidad física?

Jamás un reloj podrá dar la hora en que vive tu corazón de enamorado: la cinta se ha puesto de nuevo en movimiento de manera que los dos hombres identificados momentáneamente en sus visiones regresan a sus copas de aguardiente con el estremecimiento de quienes están sorprendidos de encontrarse allí en ese escenario dominado por la neblina y la humedad. Y entonces Fernando responde. ”Sí Manuel yo también la vi” Y al decirlo cae en cuenta de que el tiempo en que permanecieron cautivos en el reino del absoluto silencio no fueron días sino los años que se necesitan para encontrar un recuerdo: sí yo la vi también en la terraza del hotel “Los Tamarises” en Neguri cuando las aguas de la ría comienzan a ser purificadas por el mar, el sol permanece sobre la ladera de Portugalete y en el ambiente de la terraza del hotel hay una invitación al baile. Hay mujeres que vienen y se esfuman en la ilusión, pero ¿Qué sucede cuando ya no hay ilusiones? El tren que avanza hacia Plencia entre campos en barbecho bajo la pausa que para la siembra supone el verano, cantad corazones de muchachas traed alegría a este corazón enfermo de saudades. Pero tú Aurori estarás entre las gentes que en el parque bailan la “Picolísima serenata”, Aurori mi Alida Valli ¿Qué es aquello que se pierde de la vista entre el último brillo del mar? La borrachera me impide distinguirte entre la muchedumbre que despide al “Satrústegui” que levó anclas sin que me diera cuenta. “Adiós con el corazón que con el alma no puedo/ adiós con el corazón del sentimiento me muero …” (voces bilbaínas)

Un más pronunciado silencio se apodera de las cinco de la mañana: los pensamientos giran aletargadamente igual que un disco colocado con distintas revoluciones de velocidad, el jinete y la muchacha han regresado al gobelino, las mujeres de 1890 de las fotografías aumentan su aire de ausencia en esa transición con que Alfonso Mucha las sacará de la inmovilidad de las fotografías para dotarlas del aura que logró alcanzar en sus grandes decorados, sus dibujos como la belleza que escapa de un tiempo que no la comprende. El taciturno Baudelaire las transformará en melancolía:

en este momento han desaparecido los leves ecos de algún mar invocado y los dos borrachos parecen no requerir ahora la estancia de esas náyades en su mutismo interior ni O´Neill, ni London tampoco las necesitaron a esta hora en que ha comenzado a caer el rocío sobre las arboledas y las plantas del borde de las quebradas, sobre los mendigos, sobre la maleza que oculta el cadáver aún insepulto de la maestra fusilada, sobre las bramantes aguas del Shannon los girones del alma se esparcen: el licor se ha situado en un lugar fijo del organismo al cual el cerebro no logra llegar ¿Cómo acceder a la escritura de los muertos? ¿A cuáles muertos vio Poe en el momento en que el hielo de la nieve acumulada sobre su agonizante cuerpo ponía enfrente de sus ojos; la figura de Annabel Lee? Con los ojos puestos en la Virgen María, Joseph Roth sólo vio el rescoldo que ilumina a los perdidos de sí mismos y los arropa con la bondad de María, la Virgen María. Para London el licor no es una evasión y por supuesto el borracho no es alguien que recurre al licor para evadirse de sí mismo, el alcohol es la lucidez extrema, de ahí la cínica sonrisita del ebrio que busca el más profundo rincón de los bares e inventa a la medida de sus necesidades ciertos argumentos metafísicos al uso de ellos mismos en su desdén hacia lo que abandonaron o mejor nunca fue suyo: una gramática de la desolación. Se ha ido en este permanente desfile de amarguras más allá de lo que llamamos el sol negro de la melancolía como un estado de ánimo de ilusos e ilusas que aún esperan que en la ausencia se disfrace la posibilidad de un regreso o que aparezca la imagen soñada bajo la sombra del tejado. En este caso no se arranca de géneros literarios que ya han impuesto un tipo de melancolía como las que Richard Burton clasifica, sino que esta desazón parte de nada o sea del origen mismo de lo mismo. El limo de las canciones de cantinas, la insensata música de los burdeles más mugrientos nos descubren un impronunciable código del dolor tan inmemorial como el mundo y anterior a todo pacto social. Otra cosa es que Heráclito cayera en manos de la truhanería académica que, para convertirlo en materia de un pénsum universitario, lo maquilló con una lógica de clase media: Pero están los soles de un Mediterráneo necesario: ”Oye seremos tristes con la tristeza vaga de los parques lejanos/ de las muertas ciudades, de los puertos nocturnos cuyo faro se apaga” – lo dice, lo enuncia Rafael Maya. La vivencia mediante la experiencia genuina de un sufrimiento que escapa a cualquier diagnóstico y que no está entre las tradiciones del ser humano ante lo imposible, tiene por lo tanto una respuesta sentimental – porque es lo inaprehensible- y no académica, la escritura del desolado no es otra cosa que la sangre y la lágrima asumidas con el decoro de quienes nunca cobraron existencia y aún permanecen situados en estos espacios de la desolación o del rechazo a ser significado alguno. Refiriéndose a Malcolm Lowry a “Bajo el volcán” dice William Gass que “el tiempo no pasa en las cantinas. Están en penumbra como en penumbra está una iglesia, una iglesia muchas veces iluminada por velas, u, ocasionalmente, por inesperadas partículas de luz procedentes de grietas abiertas en sucias e incalificables paredes, y no falta el frecuente murmullo de los sacerdotes al oficiar, ni los fieles que acuden aún a horas misteriosas a la cripta de este o aquel santo extravagante- la Virgen, en los casos de quiénes no tienen a nadie, por ejemplo…”

Los dos amigos han muerto: el uno escribió sin cesar para hacer frente a su congénita soledad de astronauta abandonado en un asteroide, habituado al despojo que la vida había hecho de sus rostros más amados, mujeres – antes que dioses- que forjó en su imaginación traumatizada y que nunca llegaron a cobrar vida porque los bruscos cambios de costumbres los confinaron final[1]mente en ese lugar de los tiempos donde desaparecen los relojes y solamente el delirio del alcohol les concede realidad “Dolor de vieja arboleda, canción de esquina” ¿Quién podría atreverse a certificar que Homero Manzi o Agustín Lara o Discepolín o Carlos Vieco no vivían ya en las preguntas de Diógenes Laercio, Montaigne, de Maimónides, en la ironía de Chesterton, en el malhumor de Ciorán? Uno escoge por su cuenta y riesgo la tradición que justifique y enaltezca estas caídas y caídas, cada abismo que creamos: la vida nos escribe y de este modo lo que el otro buscó para que fuera su testimonio ha sido aquello que se borra en un tablero infantil convirtiéndose o en llaga o en cicatriz. El primero abría los ojos hacía la sagrada luz con que el rocío lo saludaba para que su hermosa cabeza de galán campesino pudiera contemplar las altas tierras a donde ansiaba ir a descansar. ¿Y la literatura y los libros? En este cruce de caminos, de pesadumbres heredadas, de resistencia a lo establecido, la literatura no dejaría de ser la simulación de un Gólem y por lo tanto tenía que asumirse en las palabras que escribe la desolación de quienes buscaron a Dios y por fin lo encontraron en estos azares de las desventuras, en estos nublados cruces de caminos.

Thomas Bernhard establece la diferencia entre el filósofo que escribe y el filósofo que no escribe porque radicalmente debe asumir aquello que debe ejemplarizar, pero como una fe de vida. Con el alboroto de sus días y noches, el sobrino de Wittgenstein, compañero de fechorías de Bernhardt va sembrando a su paso sus desaforadas irreverencias frente a las cuales temblaba la mediocridad de la sociedad vienesa, políticos, magistrados, artistas consagrados, nadie en quien confiar. La descripción del sobrino de Wittgenstein concuerda asombrosamente con la de este blanco animal celta cuya existencia ha discurrido entre amigotes de terminales de bus, mecánicos, comerciantes al baratillo de telas o vendedores de lotería; alguien como él que tiene el don de beber sin que nadie pueda derrotarlo, pues hasta el más atrevido terminará desgonzado a sus pies como lo comprobó más de una vez en los pubs de Escocia y sobre todo de Dublín, hijo del ventarrón edimburguiano que estremecía el cuerpo endeble de Roberto Louis Stevenson y los apretujados bosques del Concord y del Merrimakc, roussoniano de extirpe repite la frase de Jhon Muir de que en una eventual guerra entre los hombres y los osos él naturalmente se pondría de parte de los osos. Ser de las tempestades que rugen en su interior agobiado de rencor contra los depredadores de la naturaleza su lema venía también de Muir en su Diario. “Hoy nevó todo el día, después llovió y la tormenta hizo más oscura la neblina. ¡Qué bello día hizo hoy!” Asumirse en el papel del oso era un imposible cuando se viene de preguntas de Averroes, de Maimónides, de Spinoza, de Nietzsche y de la fascinante claridad argumental de María Zambrano. Aporías de la existencia en las cuales el discípulo de Ruskin, de Stevenson, el conmovido peregrino que bajo la sombra de un roble pronuncia los versos de Wadsworth al estío inglés, abandonándose al no ser luego de que la abrasadora carta de Lord Chandos le hubiera puesto al descubierto su propia estupefacción ante un desgarramiento existencial tan insospechado y profundo que de repente y para siempre te conduce a no confiar más en las palabras, o sea realmente a abandonarlas para siempre cuando constatas la imposibilidad en ellas de que logren transmitir algo del asombro y la náusea que sientes cuando la vida pierde toda poética y se ha hecho visceral, odiosa, incapaz de escuchar el eco de los astros del cielo. ¿No podría referirse a otro lenguaje a partir de las glándulas, de la fisiología tal como logró hacerlo Louis Ferdinand Celine? ¿O de las secreciones o miasmas, de las flatulencias como lo logró Rabelais? ¿ O de la cercanía de Dios tal como lo logró San Juan de la Cruz? De los ladrillos emparamados se desprende un olor a tumba cubierta de una grama frágil, a pedo de bestia que dormita en la cueva donde iverna, las hilachas de la neblina que se deslizan por entre las rendijas de las puertas cuando los grillos, los ratones, las comadrejas, las cucarachas, los búhos parecen haberse marchado hacia sus propios aposentos.

-Su palabra chocó contra la barrera de sus pulmones, contra la muralla inexpugnable de su guargüero flagelado: desde antes de haber nacido esta aporía se había encargado de recordarle que el mundo y su realidad se habían constituido en algo imposible de desvelar para él, lo que logró con esta autoexclusión temprana fue algo merodeado desde su adolescencia bajo la estética de los mercados públicos, de las cantinas de obreros y de campesinos que habían perdido el último transporte, o de los burdeles de mujercitas que llevaban siglos sin pegar un ojo. Y tempranamente se hizo al uso de la fonética de las sirvientas, de los mecánicos, de los vendedores de comida barata, de los lustrabotas la palabra que mana de un origen impensado ignorando el hacha de la muerte y el baile que la distrae. Y es el no sentido lo que le permite escuchar estas voces con la ayuda del licor, a escuchar los consejos de Jack London de mantenerse en un perpetuo hablar consigo mismo. Por esto el shock entre el yo que parece sumirlo en distintas versiones de la cólera, a lanzar denuestos públicamente contra la mentira y la falacia de los poderes colocándolo al borde de una espasmódica histeria cuando escuchaba en esas cantinuchas de santas olvidadas la mística de los adioses en el murmullo de las agonías, o, mejor, se las encontraba en cualquier cementerio, en alguna guarida de facinerosos donde se dejaba llevar de la calma que permite escuchar el ramaje de los bosques de Maine después de los grandes ventiscas de nieve:

ahí afuera la lluvia había cesado, se escuchaba el goteo de las ramas más frágiles, el último respiro de las cañerías en los corredores, ese instante en que la viborilla se arroja al agua de la acequia y empieza a desplegar los brillos de los espejos que descorren la esperada claridad de un alba detenida en sus cavilación de las distancias, en el unánime reclamo de las cordilleras para vol[1]ver a ser horizonte: la aporía sentimental que ha hecho cercana cada cosa, cada nombre que no ha sido pronunciado, cada dédalo oxidado, el trazo de un lápiz labial olvidado en el cajón de un mueblecillo de prostíbulo, en las estelas de las ruinas presentidas:

¿Necesitó Sócrates de la palabra escrita? Ser nadie para seguir en estado de latencia y aquello que por una convención verbal llegamos a llamar literatura o filosofía ya no tenga justificación aquí donde la respiración entrecortada señala el tartamudeo de los pensamientos, el dominio de las imágenes sobre cualquier intento de escritura imponiendo la pauta vibrante de los paisajes donde la palabra no es ni escritura ni sintaxis y nunca podría alcanzar algún posible significado: ¿Qué hacer con esta escritura que se repliega cada vez más hacia las oscuridades del alma? los dos amigos se han ausentado con el último sonido que restaba de la noche y como un guardián de este ritual yo permanezco al lado de su ausentamiento tratando en vano de ser también lo ausente. Al fondo de la visión que se esfuma alcanzo a ver a un joven Cruz Kronfly que sale borracho de una cantina en Cartago abrazando un gran oso de peluche y se sube a un bus que va para Manizales : la imagen termina por diluir toda explicación sobre lo que sucede y me pregunto sobre dónde diablos pueden estar ahora si aquí en el lugar en donde estoy y donde soy incapaz de responderme: estarán en esa franja de tiempo que han conquistado los borrachos a lo largo y ancho de la historia cuando el día se desliza desde la noche acosada ya por las claridades del alba, cuando se anula el tiempo de los relojes y la trampa de los calendarios. Y allí me esperan: “ …esa amistad nos/tenía atados/, siempre a los tres/ ¿Dónde andarás Pancho Alsina? / ¿Dónde andarás Balmaceda?/ Yo los espero en la esquina/ de Suárez y Necochea…/ Hoy ninguno acude a mi cita/ Ya mi vida toma el desvío.” Reza el tango en letra y música de Cadícamo y en la voz de Carlos Roldán. Borges se queja en un texto del desastre que supuso una intervención urbanística que afeó a Puente Alsina. Pero el Gordo Aníbal en la canalización de la quebrada que está frente a su inmemorial “Patio del tango” en donde hemos estado sentados por siglos, construyó un puentecito de madera para uso de los vecinos y orondamente le colocó el nombre de Puente Alsina. Las imágenes nos conceden una patria que no cabe en ningún mapa o libreta de direcciones.

( A la memoria siempre viva de Fernando y Manuel)





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