Bastilla - Tango
Jean-François Vilar /
NOVIEMBRE 1984
También esta vez el hombre estaba sentado, desnudo.
A pesar del respaldo alto y los brazos de aquella especie de sillón de dentista
en el que lo habían colocado, el cuerpo parecía dislocado; el pecho, doblado
hacia adelante, tumefacto, lleno de manchas negras; la cabeza caída. El hombre
tenía los ojos vendados.
Los codos, las muñecas y los tobillos
estaban, como siempre, atados fuertemente con correas, sin duda de cuero. Las
ataduras tiraban de los miembros hacia atrás, acentuando lo incómodo de la
postura y forzando las piernas, abiertas al máximo. Unos hilos salían de la
zona oscura del sexo. Yo sabía que, acercándose un poco, se podían distinguir
unas pinzas enganchadas en los testículos. Había otras enganchadas en los
pezones, en los labios de la inerte boca. Conocía bien a este hombre. Lo había visto
a menudo estas últimas noches. Lo había fotografiado la primera vez que lo
había visto.
Volví a empezar como si yo también quisiera
desvelar su secreto. Aquella noche me pareció necesario aprovechar la pared de
ladrillos sucios y desgastados de al lado, manchada por otros sufrimientos.
Retrocediendo unos pasos se podía incluir en el conjunto —benigna provocación—
otro cartel. Un poco descolorido. Anunciaba un recital de Susanna Rinaldi.
Tango.
Aquella parte de la calle de Lyon estaba
oscura, lo que permitía algunos atrevimientos. Intenté sacar algunos planos
generales. El crudo fogonazo del flash inmovilizó un poco más el cuerpo
torturado. Un hilo de sudor, ni tan siquiera helado, me corrió por los riñones
mientras apretaba el pulsador una y otra vez, casi indiferente a los coches, a
los faros que pasaban detrás de mí, en el otro mundo de la calzada. Me sentía
culpable. Sin demasiadas consecuencias. Una sensación familiar.
Aquel cuerpo abandonado no estaba en reposo.
Ni un miserable instante de respiro. Lo que iba venir luego no podía suceder
más que en una perfecta lógica rutinaria. Iba a empezar de nuevo. Mientras
otros tomaban una cerveza, un bocadillo o se reían, ellos volverían a empezar.
El tiempo que fuera necesario, todo el tiempo que les habían dicho, todo el
tiempo que quisieran. Eran los amos.
Fotografié a la Rinaldi dejando, en la
esquina izquierda del encuadre, la mano crispada de la víctima agarrada al
brazo del sillón. Tuve el pensamiento fugaz de que aquel espacio de ladrillos
estropeados entre el rostro y la mano, entre el cabaret y el bar, era lo más
adecuado que podía fotografiar. Una idea como cualquier otra. El tiempo pasaba.
Dentro de un segundo se oirían los gritos,
los gemidos inútiles, la loca desesperación por no morir de una vez. Enfocando
desde más cerca, veía claramente la arruga de desesperación en la comisura de
la boca torturada. El hombre suplicará que terminen con él, que lo maten de una
vez. Cada vez que lo despierten, sin acabar de creérselo, bajo los chorros de
agua helada, maldecirá ese tesón que prolonga su infierno.
Saben hacerlo para que dure. Porque les
enseñaron y además porque tienen experiencia. Hay un médico, un poco apartado,
que está al acecho y toma notas, vigila. No se muere uno, así como así, no es
tan fácil. No es tan rápido.
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