Edgardo Cozarinsky
“No le impongas límites a tus sueños”, le dijo Nenea Costea a su sobrino Jean Negulescu cuando lo recibió en París, apenas salido de la adolescencia, recién llegado de Bucarest después de la Primera Guerra Mundial.
El joven se quería artista y muy pronto frecuentó a Modigliani, a Brancusi y a Pascin. La necesidad de ganarse la vida de manera no demasiado desagradable lo llevó a principios de los años 20 a Niza y al hotel Negresco, el palace de la Riviera, donde su mirada melancólica y su talento para el tango lo impusieron como gigolo-dansant. Sus funciones se limitaban a sacar a bailar a ricas señoras maduras, generalmente bajo la mirada aprobatoria de los maridos, a la hora del té. Las propinas eran generosas y entregadas con elegancia.
El
director del salón del Negresco le aconsejó al joven que guardara en el bolsillo
del pantalón la llave de su casilla del vestuario, cuya pesa metálica prometía
una forma viril considerable. Se solía bailar a una distancia respetuosa pero
el volumen visible y algún roce ocasional produjeron el efecto buscado: las señoras
solo querían bailar el tango con el joven rumano.
Años
más tarde, Jean (ahora Negulesco) hizo carrera como director en Hollywood e iba
a dirigir a bellezas célebres: Hedy Lamarr y Marilyn Monroe.
Su último film lo llevó de vuelta a Niza en 1970. Hospedado en una suite del Negresco, se le ocurrió un día contarle al director del hotel sus recuerdos de juventud; su interlocutor no se impresionó: “Ahora le paga el hotel la Fox… Una vez gigoló, siempre gigoló”.
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