En El Sur, la historia es la de un miedo y una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una historia de tango y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de muerte. "-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta...". Luego es Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar, la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para que la llanura le vea la muerte, para que el Sur lo inicie en la memoria y alguien le cante el lance. Lo demás, más allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las líneas de la mano de una grela que no admite que se está quedando sin carnes.
En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo milonguero, está definido en dos renglones que concluyen una historia corta sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles". Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado en el olvido, pero con memoria para cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa en La Intrusa y en la muerte de los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió Borges haciendo la lectura de Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una emboscada, una tocaia grande como diría Jorge Amado, que es hombre de candombes. Y de delirios propicios a la escritura.
Borges y el tango que no vemos.
El tango es de lupanar, pero también de gran salón. Es de cuento entre putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la Historia Universal de la Infamia y de las Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los de esos desconocidos que habitan bibliotecas circulares y ecuaciones infinitas.
El tango, decía, es danza de lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E igual es Borges, que en su literatura asumió lo de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que está arriba que lo que está bajo. Y del jardín que se mira, se ven las estrellas, como defendía Giordano Bruno, el hereje.
Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor, para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo ginebrino, de lo arcaico en el cielo y lo miliunanochezco. Esta ubicación (o desubicación), nace del desprecio por el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces, desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un cadáver momificado y acético a toda desmesura. Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo elegante y ágil que mantiene la muerte a mano. Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos.
En ese tango que no vemos, que suena y se toma las azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y al de la imaginación, que es como la danza, donde todo depende de los firuletes y los quiebres de mirada. Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque asumió esta música desde el fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su violín interpretaran una milonga y un tango apache, canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las putas de las pulperías, y también al de la ciudad que se desarrolla entre memorias de lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la luz del sol.
Bajo esta posición herética, la de un Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales, perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y esas que representan todas las expulsiones del Paraíso. Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el criminal y en esta magnificación lo convierte en un antihéroe que termina representando la inteligencia práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y en este acto, el delito, demuestra que está vivo y en movimiento.
En la biografía que Borges hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un abuelo que escribió unos papeles olvidados y que murió de tuberculosis o de tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad. Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al baile. Y, en todos estos poemas que se convierten en Misas Herejes, en el lápiz de Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego lo marca, que el tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y extenso como el cuerpo de la mujer que se ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.
Borges en el nuevo tango.
El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche, el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela, nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel Barenmboim y el que se entrteeje en el violín de Menuhin y en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio fueron italianos y después fueron rusos y polacos, árabes y judíos, todos aportándole letras e instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de él mismo por los pagos de Europa.
El nuevo tango es música que narra la ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio donde se baila el tango) al son de los violines y el bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese tango que está en Borges, que gravita en él y sus escritos, en la poesía que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la memoria. En ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud, está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos. Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo, llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está en manos de alguno que corte carnes para el asado.
El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la traición del olvido, es el Borges del libro de arena y el informe Brodie, el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez tribus de Israel, que se presume que están al otro lado del Sambatión, río misterioso que suena igual a la tecla 36 del fuelle.
A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un babilónico que la mira pecando.
A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga, bailándola con el corazón y los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de milongas (milonga también es puta) trenzados al compás del dos por cuatro. De no ser así, no habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros montivedeanos y gringos que todavía no están seguros de haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la ciudad donde se pierden y añoran.
Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra, Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos, espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida. También en esos espacios del tigre y el espejo, está la dama que mira sin ser tocada y por eso se desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar porque sabe que no pierde más que una proyección.
No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que luchó en Junín y hundió el puñal en el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la biblioteca eterna de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos están el uno en el otro, amándose y odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los caminos que se bifurcan.
Escrito en Medellín, oyendo tangos y a María José que llora.
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La foto de José Guillermo Anjel R. es de Juliana Arango