LA MUERTE DE CARLOS GARDEL /
António Lobo Antunes
1. por una cabeza
Álvaro
El gnomo salió
agitando el periódico deportivo de la garita a la izquierda del portón. Nos mandó
parar detrás de una ambulancia en cuyo techo parpadeaban faros azules, se
acercó al conductor golpeando los nudillos de los dedos en el periódico y
preguntó, revolviéndosele el estómago de rabia:
—¿Sabe cuánto pagamos
por aquel raquítico del Belenenses?
Los árboles del
Estadio Universitario (chopos, sauces, abedules, sobre todo
chopos) movían las
ramas contra el cielo, una fila de taxis zumbaba a lo largo del muro, un codo
surgió bajo los faros de la ambulancia con un gesto ignorante, y el enano,
indignado, guardando el periódico en el bolsillo:
—Di un número
cualquiera, anda, di un número: adivina lo que dimos por un cojo que no sirve
ni para reserva.
Césped y arbustos
cortados que brillaban a la luz, jardineros que conectan
aspersores,
gorriones, un sosiego de parque, una flecha roja en el extremo de un mástil con
la palabra Urgencias en mayúsculas metálicas, y de repente reparé en el hospital.
Mi hermana tocó el claxon y el gnomo le hizo un gesto para que esperase, colgado
de la puerta de la ambulancia:
—Un momento, señora,
un momento. Explícame, Alfredo, cómo se ganan copas con equipos así.
El hospital de nueve
pisos y docenas de ventanas rodeado también de chopos, también de sauces y de
abedules. Los chorros de los aspersores suspendían en el aire añicos de
cristal. El codo se extendió hacia el enano, que retrocedió de un salto, zaherido:
—Ya veremos la cara
que pones cuando comience el campeonato.
Las hojas dibujaban
manchas en el paseo como en la Avenida Gomes Pereira en los años de la infancia
(mi abuelo, con bastón, llevaba al perro a pasear de tronco en tronco), reparé
en el hospital, de golpe reparé en el hospital y el corazón se me encogió de miedo.
Mi hermana tocó el claxon otra vez y el enano fue zigzagueando de cólera,
cavilando sobre tardes cadavéricas en el banco de socios, con la bandera enrollada
sin gloria en las rodillas:
—Doscientos millones
de escudos por un tullido sin pie izquierdo, doscientos millones por un
paralítico de Alcoitáo. Esto es sólo para el personal de la casa y las ambulancias,
señora, tiene que dejar el coche fuera.
Mi abuelo encerraba
al animal en la cocina, se ponía el albornoz por encima de la chaqueta, se
sentaba en la sala con la baraja de los solitarios y el polen de la acacia le llovía
en los párpados:
—Soy médica —informó
mi hermana.
Árboles, pensé, hace
siglos que no miraba los árboles así, y el enano, incrédulo sobre la noticia
del periódico:
—¿Médica? Rico club
el mío, tenemos el último lugar asegurado. No me acuerdo de su cara, señora,
¿trae el carné por casualidad?
La presencia del
hospital como en mil novecientos cincuenta y siete, al decirme Vamos a cambiarte
la válvula aórtica, muchacho. Esa noche el anestesista entró en el cuarto a
auscultarme y a preguntar si yo fumaba, se oían sus pasos en el pasillo encerado
y yo Listo, voy a dejar de respirar, se acabó. El codo animaba al enano:
—Compramos un
holandés o un búlgaro, ofrecemos un baile en la UEFA, y sube la barrera, que el
de la camilla tuvo un infarto y a estas alturas seguro que estiró la pata:
desde Olivais no suelta ni un gemido.
Oía los pasos del
anestesista como de pequeño, en la cama, los pasos de los
adultos entre la sala
y el despacho y el despacho y la sala, en la casa en la que nací con el canario
que trinaba en la jaula cubierta, el canario que sólo trinaba y bailaba en el
trapecio si lo escondían de nosotros. El gnomo, con las manos a guisa de palas
en las sienes, aplastó la nariz en el cristal de la ambulancia y previno al
codo:
—Muerto está, parece
que no se le mueve ni un pelo.
El ruido de los
zapatos y el ruido de la adelfa, el anestesista anotando mis
respuestas y mi
abuelo luchando con la baraja en los solitarios de la noche, ambos sordos al
perro que arañaba los azulejos de la cocina con las uñas, el perro que se negó
a comer después de la muerte del viejo, gruñendo en cuclillas de cortina en cortina.
El veterinario acabó llevándoselo en un cesto para ponerle una inyección de potasio,
y el gnomo a mi hermana, devolviéndole el carné:
—Disculpe, señora
doctora, son órdenes.
Después de la garita
el hospital fue aumentando y rodeándonos de ventanas, como si las paredes se
inclinasen para recibirnos. Los aspersores erguían ramos de agua, la ambulancia
desapareció en la flecha que indicaba Urgencias. Ninguno de nosotros hablaba y
yo pensé ¿Cuál de los dos gritará primero su dolor? En el vértice de la rampa
el asfalto se ensanchaba en rectángulo y había un barrio de gitanos, de pobres y
de gente de África en el lomo de la cuesta, una carretera que desembocaba en la
autopista del Norte, una puerta que anunciaba Pediatría, una mampara, carteles
de muchachas con las cejas en arco recomendando silencio. Bajamos una galería
rayada con carbón por los estudiantes, pasamos un patio en el que se acumulaban
cajones, cajas de botellas y esqueletos de calderas, en la sexta planta la sala
de enfermedades infecciosas con enfermos embalsamados en la claridad de las
once desprovista de sombras, de nubes y de pájaros, y en la sala de cuidados
intensivos, asomada a las avenidas y estatuas de Lisboa, dos colchones a la
izquierda, dos colchones a la derecha, tubos de oxígeno, bolsas de suero,
electrocardiógrafos, aparatos con pantallas que latían. En el primer colchón de
la izquierda un niño me miraba con una