sábado, 23 de octubre de 2021

domingo, 3 de octubre de 2021

sábado, 25 de septiembre de 2021

Cielo de Tango / Elsa Osorio

 





Cielo de Tango / 

Elsa Osorio



Capítulo uno 


No hay secreto que sus piernas no puedan descifrar, con la mano sabia de Pascal en su cintura. Ahora le pide un voleo y Ana, aun con los ojos cerrados, tiene absoluta conciencia de esa pierna, fina y sensual, que desnuda el tajo de su vestido negro, de ese pie que gira en alto, apenas un instante, con elegancia, para volver a apoyarse sobre la madera. No mira tampoco el torso de Pascal, pero lo siente ahí, consistente, seguro, centrándola, dándole el equilibrio perfecto para asumir, apoyada en un solo pie, ese giro completo que él le ha marcado en este compás. Ah, qué placer. Qué buena sorpresa haber encontrado en Le Latina a su amigo Pascal, el compañero ideal para gozar a tope del tango. Por suerte decidió ir, y cortar esa zozobra absurda. Toda la tarde pendiente del teléfono, del correo electrónico, como si no existiera nada más interesante que esperar el llamado de su siempre ocupadísimo novio. El azar quiso que la mano de Ana cayera sobre un CD de Piazzola. Con los primeros acordes ya sintió esa cosquilla en los pies, en su cuerpo todo que le pedía tango. Una ducha rápida y el vestido negro. Se calzó las zapatillas y guardó los zapatos de baile en el bolso. Sólo bailar podía sacarla de ese estado.

 

A Luis le pareció raro que Le Latina estuviera arriba de un cine. Y ahora que se ha sentado la chica del vestido con tajo, esas piernas de las que no pudo despegar sus ojos desde que llegó, trata de asimilar el ambiente de esa milonga de la rue du Temple a alguna de las de Buenos Aires, pero ninguna le cuadra. Se parece más a una casa que a una milonga. ¡Cómo bailan los franceses!, no lo puede creer. Pese a que le aclaró a Philippe que él no es un gran milonguero (hace tres años que baila nada más, desde que se separó de su mujer), la verdad es que pensaba que en París iba a matar, sólo por ser argentino. Pero después de ver el nivel que tienen en Le Latina, se achicó un poco. Y no trajo a París los zapatos para bailar tango, se puso los que usa para las entrevistas que, al menos, no tienen suela de goma. ¡Como para pensar en los zapatos cuando salió de Buenos Aires! Pero le pareció divertido que su nuevo amigo lo invitara a un bal, como le dice. ¿Por qué no un tanguito en París? Y por qué no en un amplio sentido, no sólo zafar, como se propuso cuando decidió ir a París a vender los documentales, última apuesta para detener ese tobogán por el que Luis se desliza hace tres años a un arenero sin arena, y vuelta a subir y vuelta a golpearse, sino volver a creer, vivir, crear. Una semana fuera de la atmósfera opresiva de Buenos Aires y ya esa brisa de esperanza. Aunque no haya nada concreto (Philippe le ha dado un contacto interesante, pero ninguna seguridad), Luis tiene la certeza de que, de un modo u otro, va a llegar a hacer lo que quiere. Ana se ha curado de su tango noir, esa suerte de fiebre que la arrasó durante meses, ese no poder parar hasta lograr el exacto pivot, el refinado voleo, la perfecta cadencia. Ahora sólo el placer de la música y la mano de Pascal en su espalda marcándole esos ochos para atrás, y luego un giro completo con planeo. A Ana le gustaría que algún hombre la llevara por la vida como Pascal en el tango. Una vez se lo dijo a su padre y él le contestó: te tendrías que casar con Pascal entonces. ¿Con Pascal?, se rió Ana, ¿cómo se te ocurre? Él fue su profesor en Montrouge, aunque hace tiempo que Ana está a su nivel. Nos admiramos y gozamos bailando juntos, pero nada más, papá, le explicó. Es obvio, pero su padre no entiende nada de tango, quizás porque es argentino, o por su historia con la Argentina. ¿Y ella lo entiende? Ahora que bailarlo ha tomado una proporción normal en su vida, quizás sí. Pero cuántas veces se preguntó qué sentido tenía esa loca carrera que inició cuando decidió dejar los cursos de tango que le propusieron en la universidad, e internarse por otros caminos. La primera excusa fue hacer una investigación sobre los papeles del varón y la mujer que actualmente se ponen en juego en el tango. No podría comprenderlo sin entrar ella misma en los distintos ambientes, bailarlo le aportaría otros elementos, se mintió por un tiempo. Pero no fue ese ensayo, que al fin nunca escribió, lo que la llevó de profesor en profesor, de curso en práctica, de un baile a otro, y otro más, a la tarde, a la noche, una sala, un cabaret, una academia, un stage en Toulouse, otro en New York. Tan difícil pasar esa cortina que dividía la práctica de los debutantes de los avanzados, pero Ana no se iba a detener hasta alcanzar la cumbre de la que ya entonces empezó a llamar la «escala jerárquica del tango», con toda la risa que le daba esa expresión, y la conciencia de ese empeño, tan absurdo como inevitable, de llegar a ser una buena partenaire de los grandes, de los verdaderos milongueros. Tal vez hubiera algo más profundo que no alcanzaba a ver, le dijo alguna vez a Pascal, con quien, excepcionalmente, en esa catarata de lugares y gentes diversas, pudo detenerse a hablar. ¿Quizás su padre, sus orígenes?, aventuró Pascal, sin mayor énfasis (le parecía una preocupación irrelevante, él nunca se lo preguntó, para él la vida es tango). No, estaba segura de que no tenía nada que ver, Ana sólo nació en la Argentina, pero ni se acuerda ni le gusta ese país, ella es francesa. Y jamás ha visto a sus padres bailar el tango.  

domingo, 15 de agosto de 2021

Osvaldo Peredo en Medellín


 

Osvaldo Peredo en Medellín

 

Osvaldo Peredo nació en Buenos aires en el año de 1930. Se inició como futbolista jugando en las divisiones inferiores de San Lorenzo de Almagro, con dieciocho años alternaba con su afición por cantar tangos. Fue contratado para viajar a Colombia como jugador de futbol, él relata su partida:  

“Salí de Buenos Aires en junio con frío, y llegué a Barranquilla con 38 grados y un solazo rojo que me tumbaba. Me pude recuperar, y después de un mes de entrenamiento, cuando ya estaba hecho un avión, se terminó el campeonato y todos quedamos libres. Un amigo me convenció de que largara todo, que fuera a Medellín y me dedicara al tango.

Fui navegando por el río Magdalena, como si fuera el Mississippi, en un barco de esos con ruedas. Iba sin nada, sin camarote, pero ahí en el barco me puse a cantar, le gustó al capitán y me dio un lugar para dormir. Llegué del Puerto Berrío a Medellín y comenzó una etapa formidable.”

En Medellín, soltero y artista, comprobó el cariño tórrido de “muchachas que desfallecían por el acento argentino, y por la pinta del centro jazz que les canta al oído. Fue un momento muy especial, muy lindo, aunque tuve días que sólo me alcanzaba para comer arroz.”

Grabó tres discos durante tres años y medio girando por Colombia entre actuaciones en televisión, teatros y cabarets, hasta que se le dio la oportunidad de viajar a Venezuela (“cambié el dinero de la falopa por el dinero del petróleo”), donde permaneció otros tres años y medio. Anduvo por Maracaibo y Caracas y jugó de local en Pasapoga, un cabaret donde llegó a actuar con Andy Russell.

Lo ha acompañado la Orquesta Victoria, compuesta por jóvenes intérpretes. Osvaldo Peredo ya con 87 años, puede considerarse el representante más conspicuo del tango. Con la interpretación es notorio que el sentimiento del  tango es lo más notorio.




Bibliografía:

-https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-8777-2013-04-21.html

 

sábado, 31 de julio de 2021

El tango de la Guardia Vieja / Arturo Pérez-Reverte


 El tango de la Guardia Vieja / 

Arturo Pérez-Reverte

En noviembre de 1928, Armando de Troeye viajó a Buenos Aires para componer un tango. Podía permitírselo. A los cuarenta y tres años, el autor de Nocturnos y Pasodoble para don Quijote se encontraba en la cima de su carrera, y todas las revistas ilustradas españolas publicaron su fotografía, acodado junto a su bella esposa en la borda del transatlántico Cap Polonio, de la Hamburg-Südamerikanische. La mejor imagen apareció en las páginas de Gran Mundo de Blanco y Negro: los De Troeye en la cubierta de primera clase, él con trinchera inglesa sobre los hombros, una mano en un bolsillo de la chaqueta y un cigarrillo en la otra, sonriendo a quienes lo despedían desde tierra; y ella, Mecha Inzunza de Troeye, con abrigo de piel y elegante sombrero que enmarcaba sus ojos claros, que el entusiasmo del periodista que redactó el pie de foto calificaba como «deliciosamente profundos y dorados».

Aquella noche, con las luces de la costa visibles todavía en la distancia, Armando de Troeye se vistió para cenar. Lo hizo con retraso, retenido por una ligera jaqueca que tardó un poco en desaparecer. Insistió, mientras tanto, en que su esposa se adelantase al salón de baile y se entretuviera allí oyendo música. Como era hombre minucioso, empleó un buen rato en llenar con cigarrillos la pitillera de oro que guardó en el bolsillo interior de la chaqueta del smoking, y en distribuir por los otros bolsillos algunos objetos necesarios para la velada: un reloj de oro con leontina, un encendedor, dos pañuelos blancos bien doblados, un pastillero con píldoras digestivas, y una billetera de piel de cocodrilo con tarjetas de visita y billetes menudos para propinas. Después apagó la luz eléctrica, cerró a su espalda la puerta de la suite-camarote y caminó intentando ajustar sus movimientos al suave balanceo de la enorme nave, sobre la alfombra que amortiguaba la lejana trepidación de las máquinas que impulsaban el barco en la noche atlántica.

Antes de franquear la puerta del salón, mientras el maître de table acudía a su encuentro con la lista de reservas del restaurante en la mano, De Troeye contempló en el gran espejo del vestíbulo su pechera almidonada, los puños de la camisa y los zapatos negros bien lustrados. La ropa de etiqueta siempre acentuaba su aspecto elegante y frágil —la estatura era mediana y las facciones más regulares que atractivas, mejoradas por unos ojos inteligentes, un cuidado bigote y un cabello rizado y negro que salpicaban canas prematuras—. Por un instante, el oído adiestrado del compositor siguió los compases de la música que tocaba la orquesta: un vals melancólico y suave. De Troeye sonrió un poco, el aire tolerante. La ejecución sólo era correcta. Después metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, y tras responder al saludo del maître lo siguió hasta la mesa que tenía reservada para todo el viaje en el mejor lugar de la sala. Algunas miradas se fijaban en él. Una mujer hermosa, con pendientes de esmeraldas, le dedicó un parpadeo de sorpresa admirada.

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