martes, 31 de mayo de 2022

LA MUERTE DE CARLOS GARDEL / António Lobo Antunes

 





LA MUERTE DE CARLOS GARDEL / 

António Lobo Antunes


1. por una cabeza

Álvaro

El gnomo salió agitando el periódico deportivo de la garita a la izquierda del portón. Nos mandó parar detrás de una ambulancia en cuyo techo parpadeaban faros azules, se acercó al conductor golpeando los nudillos de los dedos en el periódico y preguntó, revolviéndosele el estómago de rabia:

—¿Sabe cuánto pagamos por aquel raquítico del Belenenses?

Los árboles del Estadio Universitario (chopos, sauces, abedules, sobre todo

chopos) movían las ramas contra el cielo, una fila de taxis zumbaba a lo largo del muro, un codo surgió bajo los faros de la ambulancia con un gesto ignorante, y el enano, indignado, guardando el periódico en el bolsillo:

—Di un número cualquiera, anda, di un número: adivina lo que dimos por un cojo que no sirve ni para reserva.

Césped y arbustos cortados que brillaban a la luz, jardineros que conectan

aspersores, gorriones, un sosiego de parque, una flecha roja en el extremo de un mástil con la palabra Urgencias en mayúsculas metálicas, y de repente reparé en el hospital. Mi hermana tocó el claxon y el gnomo le hizo un gesto para que esperase, colgado de la puerta de la ambulancia:

—Un momento, señora, un momento. Explícame, Alfredo, cómo se ganan copas con equipos así.

El hospital de nueve pisos y docenas de ventanas rodeado también de chopos, también de sauces y de abedules. Los chorros de los aspersores suspendían en el aire añicos de cristal. El codo se extendió hacia el enano, que retrocedió de un salto, zaherido:

—Ya veremos la cara que pones cuando comience el campeonato.

Las hojas dibujaban manchas en el paseo como en la Avenida Gomes Pereira en los años de la infancia (mi abuelo, con bastón, llevaba al perro a pasear de tronco en tronco), reparé en el hospital, de golpe reparé en el hospital y el corazón se me encogió de miedo. Mi hermana tocó el claxon otra vez y el enano fue zigzagueando de cólera, cavilando sobre tardes cadavéricas en el banco de socios, con la bandera enrollada sin gloria en las rodillas:

—Doscientos millones de escudos por un tullido sin pie izquierdo, doscientos millones por un paralítico de Alcoitáo. Esto es sólo para el personal de la casa y las ambulancias, señora, tiene que dejar el coche fuera.

Mi abuelo encerraba al animal en la cocina, se ponía el albornoz por encima de la chaqueta, se sentaba en la sala con la baraja de los solitarios y el polen de la acacia le llovía en los párpados:

—Soy médica —informó mi hermana.

Árboles, pensé, hace siglos que no miraba los árboles así, y el enano, incrédulo sobre la noticia del periódico:

—¿Médica? Rico club el mío, tenemos el último lugar asegurado. No me acuerdo de su cara, señora, ¿trae el carné por casualidad?

La presencia del hospital como en mil novecientos cincuenta y siete, al decirme Vamos a cambiarte la válvula aórtica, muchacho. Esa noche el anestesista entró en el cuarto a auscultarme y a preguntar si yo fumaba, se oían sus pasos en el pasillo encerado y yo Listo, voy a dejar de respirar, se acabó. El codo animaba al enano:

—Compramos un holandés o un búlgaro, ofrecemos un baile en la UEFA, y sube la barrera, que el de la camilla tuvo un infarto y a estas alturas seguro que estiró la pata: desde Olivais no suelta ni un gemido.

Oía los pasos del anestesista como de pequeño, en la cama, los pasos de los

adultos entre la sala y el despacho y el despacho y la sala, en la casa en la que nací con el canario que trinaba en la jaula cubierta, el canario que sólo trinaba y bailaba en el trapecio si lo escondían de nosotros. El gnomo, con las manos a guisa de palas en las sienes, aplastó la nariz en el cristal de la ambulancia y previno al codo:

—Muerto está, parece que no se le mueve ni un pelo.

El ruido de los zapatos y el ruido de la adelfa, el anestesista anotando mis

respuestas y mi abuelo luchando con la baraja en los solitarios de la noche, ambos sordos al perro que arañaba los azulejos de la cocina con las uñas, el perro que se negó a comer después de la muerte del viejo, gruñendo en cuclillas de cortina en cortina. El veterinario acabó llevándoselo en un cesto para ponerle una inyección de potasio, y el gnomo a mi hermana, devolviéndole el carné:

—Disculpe, señora doctora, son órdenes.

Después de la garita el hospital fue aumentando y rodeándonos de ventanas, como si las paredes se inclinasen para recibirnos. Los aspersores erguían ramos de agua, la ambulancia desapareció en la flecha que indicaba Urgencias. Ninguno de nosotros hablaba y yo pensé ¿Cuál de los dos gritará primero su dolor? En el vértice de la rampa el asfalto se ensanchaba en rectángulo y había un barrio de gitanos, de pobres y de gente de África en el lomo de la cuesta, una carretera que desembocaba en la autopista del Norte, una puerta que anunciaba Pediatría, una mampara, carteles de muchachas con las cejas en arco recomendando silencio. Bajamos una galería rayada con carbón por los estudiantes, pasamos un patio en el que se acumulaban cajones, cajas de botellas y esqueletos de calderas, en la sexta planta la sala de enfermedades infecciosas con enfermos embalsamados en la claridad de las once desprovista de sombras, de nubes y de pájaros, y en la sala de cuidados intensivos, asomada a las avenidas y estatuas de Lisboa, dos colchones a la izquierda, dos colchones a la derecha, tubos de oxígeno, bolsas de suero, electrocardiógrafos, aparatos con pantallas que latían. En el primer colchón de la izquierda un niño me miraba con una

sábado, 16 de abril de 2022

Luis Caroprese BRONCA, (Música: Edmundo Rivero. Letra: Mario Battistella)

 

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Luis Caroprese  BRONCA  
(Música: Edmundo Rivero. Letra:  Mario Battistella)


jueves, 17 de marzo de 2022

miércoles, 16 de marzo de 2022

domingo, 27 de febrero de 2022

Jean-François Vilar / Bastilla - Tango


 









Bastilla - Tango

Jean-François Vilar  / 

NOVIEMBRE 1984

También esta vez el hombre estaba sentado, desnudo. A pesar del respaldo alto y los brazos de aquella especie de sillón de dentista en el que lo habían colocado, el cuerpo parecía dislocado; el pecho, doblado hacia adelante, tumefacto, lleno de manchas negras; la cabeza caída. El hombre tenía los ojos vendados.

Los codos, las muñecas y los tobillos estaban, como siempre, atados fuertemente con correas, sin duda de cuero. Las ataduras tiraban de los miembros hacia atrás, acentuando lo incómodo de la postura y forzando las piernas, abiertas al máximo. Unos hilos salían de la zona oscura del sexo. Yo sabía que, acercándose un poco, se podían distinguir unas pinzas enganchadas en los testículos. Había otras enganchadas en los pezones, en los labios de la inerte boca. Conocía bien a este hombre. Lo había visto a menudo estas últimas noches. Lo había fotografiado la primera vez que lo

había visto.

Volví a empezar como si yo también quisiera desvelar su secreto. Aquella noche me pareció necesario aprovechar la pared de ladrillos sucios y desgastados de al lado, manchada por otros sufrimientos. Retrocediendo unos pasos se podía incluir en el conjunto —benigna provocación— otro cartel. Un poco descolorido. Anunciaba un recital de Susanna Rinaldi. Tango.

Aquella parte de la calle de Lyon estaba oscura, lo que permitía algunos atrevimientos. Intenté sacar algunos planos generales. El crudo fogonazo del flash inmovilizó un poco más el cuerpo torturado. Un hilo de sudor, ni tan siquiera helado, me corrió por los riñones mientras apretaba el pulsador una y otra vez, casi indiferente a los coches, a los faros que pasaban detrás de mí, en el otro mundo de la calzada. Me sentía culpable. Sin demasiadas consecuencias. Una sensación familiar.

Aquel cuerpo abandonado no estaba en reposo. Ni un miserable instante de respiro. Lo que iba venir luego no podía suceder más que en una perfecta lógica rutinaria. Iba a empezar de nuevo. Mientras otros tomaban una cerveza, un bocadillo o se reían, ellos volverían a empezar. El tiempo que fuera necesario, todo el tiempo que les habían dicho, todo el tiempo que quisieran. Eran los amos.

Fotografié a la Rinaldi dejando, en la esquina izquierda del encuadre, la mano crispada de la víctima agarrada al brazo del sillón. Tuve el pensamiento fugaz de que aquel espacio de ladrillos estropeados entre el rostro y la mano, entre el cabaret y el bar, era lo más adecuado que podía fotografiar. Una idea como cualquier otra. El tiempo pasaba.

Dentro de un segundo se oirían los gritos, los gemidos inútiles, la loca desesperación por no morir de una vez. Enfocando desde más cerca, veía claramente la arruga de desesperación en la comisura de la boca torturada. El hombre suplicará que terminen con él, que lo maten de una vez. Cada vez que lo despierten, sin acabar de creérselo, bajo los chorros de agua helada, maldecirá ese tesón que prolonga su infierno.

Saben hacerlo para que dure. Porque les enseñaron y además porque tienen experiencia. Hay un médico, un poco apartado, que está al acecho y toma notas, vigila. No se muere uno, así como así, no es tan fácil. No es tan rápido.

lunes, 24 de enero de 2022

Conversación en tiempo de bolero, César Pagano y Margarita Rincón sobre Nelson Pinedo

 

Nelson Pinedo

César Pagano


Margarita Rincón

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Conversación en tiempo de bolero, César Pagano y Margarita Rincón sobre Nelson Pinedo

Víctor Bustamante

Escuchando a César Pagano, y la brillantez de su programa, Conversación en tiempo de bolero, me ha bastado a que con solo escuchar un programa, brillara y, por supuesto, me iluminara, aunque fuera bajo el dial de la radio que a veces representa una programación vacía, que siempre muele música, devastando la verdadera esencia y presencia de quien la canta y la compone, no como lo inmediato, lo de moda, lo pasajero, sino una presencia fuerte, en este caso los boleros de Nelson Pinedo, nunca ahogados en el tiempo, sino aún poderosos y sublimes. Esa es la palabra para aceptarlo en nuestro acervo y en nuestra cercanía, aquella que otorga la música que creíamos olvidada, pero que en este programa se revierte y sale a flote en toda su dimensión, así como en su historia misma, simple a veces, pero poderosa en su apartamiento.  Y pensemos con toda seguridad que un programa como éste, ahora que lo hemos escuchado, logra que seamos admitidos en ese paisaje común que es la historia, la memoria, el recuerdo visceral y, no solo eso, nosotros mismos, en esa dimensión que otorga el conocimiento, la búsqueda de esas presencias que así, distantes en el tiempo, aún perduran en nosotros, y aún más, en esa lejanía de saber que se ha construido poco a poco hasta perfeccionar ese legado que nos expresa en ese país renuente, que relega esa música cara, común y valiosa de lo nuestro.

Puede ser admisible y deberíamos tenerlo presente, y es que ante ese maremágnum de la industria musical, existe algo más misterioso y simbólico a la vez como es el papel que protagonizan los coleccionistas. En este caso, doña Margarita Rincón, que nos regala y conmueve con esa actitud que es el deseo ilimitado de conservar y de recoger ese legado disperso en tantas manos, en tantas tiendas de antigüedades como el límite posible para transgredir el olvido, ese lugar sombrío, donde va a parar nuestra memoria, pero que personas meritorias como, César y ella, los recobran. Sin los coleccionistas que realizan su labor a motu propio no sería posible un programa como este, que no es un simple programa sino lo indispensable para que nuestra historia musical mantenga todo su peso específico. 

No obstante siempre ellos franquean y recuperan la vida cotidiana, en este caso doña Margarita, al narrar la vida de los grilles y su acercamiento al cantante , así como su momento de esplendor, cuando salía de la mano de su padre y con su hermana para indagar por Nelson Pinedo porque quería saber de esa voz, de esa presencia que cantaba y susurraba esos boleros que son tan cercanos en el sentir, como infranqueable, es ahora saber de dónde proviene ese estrépito del silencio que envuelve la memoria de la música ante el avatar del presente, y su insistencia en mostrar lo más tumultuoso, como sinónimo y broche, que no logra apartar la significación posible de Nelson Pinedo, cuando su música, sus boleros,  habitan casi ese terreno del olvido que parece aún más extraño debido a su densidad como cantante. 

Estos boleros regresan a nosotros desde un tiempo que parece muy lejano con el inmenso rumor de la música olvidada, al venir, quizá capciosamente, como si quisiera definirse como la prestancia que sobrevive debido a los coleccionistas. Algo es cierto, ellos mantienen intacta la presencia y la soberanía del bolero que no desaparece, antes, por el contrario, le insuflan esa pregunta por saber qué ocurre con esos archivos musicales que de pronto se guardan unos días pero que se olvidan, como si fuera para siempre, pero que reaparecen de la manera mas inusitada sin que podamos decidir si ese retorno nos asombra porque recupera la vastedad de esa presencia de nuestro cantante.   Así no sólo estos boleros que se creían olvidados, o lo peor, que no existían anuncian, debido a ellos, su rescate, su reaparición que evita el olvido total en que el presente avasalla la memoria musical y de la cual muchas veces participamos desde nuestra lejanía en pos de pensar que lo moderno es la última palabra, cuando existen iconos, que aun persisten en su dilatada presencia, olvidada a veces pero recobrada como ahora en este programa, excelso, lo digo e insisto, donde César Pagano conduce e indica que es un investigador de la música popular y asimismo un guardián de ese tesoro que, además recupera la experiencia de doña Margarita Rincón que accede a contar y a caminar por tantas noches bogotanas donde ella residió con la música, estos boleros, que el tiempo no desdoran  su presencia.