viernes, 25 de mayo de 2007

Pepe Aguirre


Pepe Aguirre

Pepe Aguirre (se llamaba José Gastón Aguirre), nació en La Serena y se convirtió en figura del tango en Colombia, donde viajó en 1974 a un festival del género y nunca más volvió, falleció en Medellín el 31 de diciembre de 1988.

En Chile Pepe Aguirre formo parte de la agrupación de Porfirio Díaz.
En Guayaquil era uno de los artistas más escuchados al lado de Oscar Larroca y Armando Moreno, Entre sus éxitos: Jornalero, Frivolidad, Muñeca de Loza, Con todo el Corazón, Bebiendo y Llorando, Maldito Cabaret, Hojas de Calendario, Payaso, Reconciliémonos, La Cita, Dolor de Ausencia.
Aguirre tuvo un hotel: El Deportista, quedaba cerca a esa rotonda rotunda El Huevo. Aguirre quien con su muñeca de loza y su cuerpo de aserrín se había adelantado muchos años a una chica plástica, había sido invitado por el cronista de farándula de El Colombiano, Carlos Serna, Aguirre ya se había retirado del canto, y no figuraba en la farándula de su país que es la forma de decretar la muerte artística. Lo encontró manejando taxi y lo contrató, con tan buena suerte que se quedó viviendo y muriendo en Medellín. En su debut, en el Club Unión, quiso cantar “Tomo y obligo”, pero el público quería que cantara sus canciones clásicas de las cuales no recordaba la letra. Aguirre se quedaría realizando giras por pueblos y estaderos.
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miércoles, 23 de mayo de 2007

DE GARDEL A PIAZZOLLA




DE GARDEL A PIAZZOLLA
John Harold Dávila


Saliendo del metro más exactamente de la estación Parque Berrio, me topaba en los pedestales de publicidad con unos carteles grandes que rezaban de Gardel a Piazzolla pase de largo, nada me enamoraba, esta rutina de la nada copaba mi capacidad de ocio y las ganas de saber que anunciaban. Luego veía afiches por doquier…Gardel…Piazzolla…
Argentinos los dos, amado ciegamente uno, cuestionado el otro. Clásico uno que muere joven, joven el otro que muere clásico. Gardel canto al mundo sus melodías al tango inmortalizándose y Piazzolla internacionalizó el sonido del tango abrochándolo al gusto generalizado que existió en todo el mundo en una época por el jazz. Exigentes los dos, desde niños soñando con la música y llegando a ser parte del arte en este siglo veinte de cambalaches y sorpresas políticas y culturales que han marcado la historia de los hombres, bastaron menos de cien años para decir que el tango es patrimonio melódico y rítmico de la humanidad, pero ante todo de los argentinos.
Por curiosidad, asistimos al teatro buscando escuchar lo que los amantes del tango se traían entre manos montando este espectáculo, lo hacían por amor? lo hacían por ego? lo hacían por mantener activa la gente del tango y acercar a la juventud musical de Medellín a este género? Sin dudas de todo había en estas ganas de hacer tango.
El lugar estaba dispuesto, nos recibían flores y unos bailarines de tango esculpidos en bronce y de carne y hueso, dispuestos a danzarte en todos los ángulos. En unos caballetes, oleos alegóricos al mundo de la noche, al mundo del lunfardo; ah! Y me encuentro los que siempre me impactan, los del maestro Horacio Arbeláez, que logra capturar la esencia de la nostalgia de la calle que acoge al solitario, a los enamorados, con la luz del poste que delata la garúa que se desprende de la gran oscuridad del cielo en las noches de este Medellín de Aburra. Tomamos un café. Sonó el tercer timbre y a la sala. Traía mucha expectativa, consideraba un riesgo aseverar que la historia del tango estaba cercada por estos dos apellidos. Suena la música, se habré el telón, los chorros de luces sobre la tarima bañaban los músicos, la mayoría jóvenes de las nuevas orquestas de los diferentes programas de música al alcance de las clases populares que no pueden acceder al adiestramiento musical que se comienzan a consolidar en la ciudad, verlos, sentir y escuchar la nueva camada de músicos que se vienen en hora buena para el crecimiento de los que buscan el arte musical en nuestro limitado medio, dirigidos por el maestro Juan José …!!! .
Canciones bellísimas se entonaron en esta velada y me conmueve “Naranjo en Flor” interpretada por Norela Marín, pero más aún, los comentarios que se hacían de cuando en vez, ilustrando a los asistentes, que como yo conocemos austeramente del tango y la cultura que es, no me atrevo a decir que en Medellín se manifieste como tal pero si afirmo que en nuestro medio es solo una subcultura, pues estamos muy lejos de la capacidad creativa de los argentinos, por solo mencionar alguno de los pueblos interesados verdaderamente en este género. Saber de la participación de Piazzolla en una de las películas de Gardel filmada en Nueva York cuando solo el mago del bandoneón era un niño. O que la habanera ritmo cubano, es esencia en el tango. Algo creíble pues en esos años de quehacer artístico los exponentes de la música y el canto iban por todo el continente americano presentando sus espectáculos. Aplaudimos y abrazamos este esfuerzo pero extrañamos que en un espectáculo de homenaje al tango, de homenaje a Gardel pero indiscutible a Piazzolla, la orquesta no cuente con una preciada herramienta tímbrica tan propia del tango y que lo identifica en estos tiempos como lo es el bandoneón.

Fecha: Septiembre de 2006
Lugar: Teatro Pablo Tobón Uribe
Director musical: Juan José Suárez
Cantantes: Norela Marín Vieco, Juan Carlos

lunes, 7 de mayo de 2007

Equipo creador






Babel - La Unidad - Cañate

En un esfuerzo por apoyar las manifestaciones del tango en Medellin realizadas por muchos amantes de este género en la ciudad y en Colombia hemos decidido crear este espacio en Intenet para difundir las busquedas que por el gusto del tango han dejado muchos escritores y poetas como una huella en la memoria colectiva de quienes la habitamos.
Director: Víctor Bustamante
Editor: John Harold Dávila
Jefe de redacción: Edgar Bustamante
Fotografía y arte: Giselle Cañate



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Un tango para Aguirre




Un tango para Aguirre
Víctor Bustamante

Moralista, muy a pesar suyo, Alberto Aguirre repite su mismo discurso hace unos veinte años: la problemática social, la corrupción, los malos arreglos en el alto gobierno. Incluso posee su propio lenguaje para este tipo de críticas. Hasta ahí es lucido como pocos. Claro que lo hace en “Cromos” la revista más frívola y de más tradición en el país. Por supuesto como él escoge a sus enemigos nunca nos podría hablar de las pilatunas de Julio Mario Santodomingo, su patrón. Hasta ahí vemos su dualidad que no es una cualidad sino un amansamiento, el silencio con ciertos poderosos que lo tienen cerca. El eterno epater le burgois ronda.
Para algunos es la parte intelectual del país, para otros no deja de ser un extenso ego que sólo permite ser escuchado, desde la ira e iracundia que mantiene. No sabe escuchar, sólo le gusta que le escuchen, no discute con razones sino que impone con su vitriolo sus razones. Hay que verlo con ira en el Astor cuando alguna vez le pregunté si era marxista o nadaísta, se le salió el Lope de Aguirre de las entretelas. Después cuando le pregunté sobre su visita a la tumba de Marx en Londres, que era su peregrinación, se le salieron todos los Aguirres de la ira.
Todo lo anterior para refirme a un artículo que apenas leo hoy sobre “Aire de Tango” de Mejía Vallejo, por supuesto publicado en “Cromos” el 10/19/2006, que es un simple pretexto para referirse a lo que él detesta: el tango y, en forma más extensiva, a los gustos populares. Y no es para más. Educado en la más alta y encumbrada burguesía local, aquella que erigió a su padre como gobernador de la provincia más conservadora de Latinoamérica, llevó a Aguirre a ser magistrado en la época del único dictador, me refiero a Gurropin, es decir nada menos que a Gustavo Rojas Pinilla. Pero parece que Aguirre mejor se dedicó a su negocio de la librería que por supuesto llevaría su nombre, su emblema, como Aguirre no hay dos, y la llamaría Librería Aguirre y ahí conoció a los nadaístas a quienes detestaría después por sus escándalos y por sus irreverencias. Él que era, es tan moralista no podía que alguien le arrebatara sus sermones y la escena en la ciudad. Él nunca cayó en cuenta que ellos, sí, los nadaístas, con sus escándalos vivían la ciudad, le daban un aire nuevo y también escuchaban tangos. Eduardo Escobar ha escrito letras de tangos. Lo mejor de Mario Rivero son esa suerte de poemas que al leerlos están que se escuchan como música. Claro que Arango en la misma línea de Aguirre detestaba los tangos, pero en secreto le encantaban los bambucos y pasillos como todo buen campesino, pero nunca decía, a mí que me canten un bambuco. Otro nadaísta, Jaime Espinel ha escrito cuentos donde hay historias con tangos.
Ese problema de odio por lo popular llevó a Aguirre a condenar públicamente alguna noche de 1981, una novela de Gonzalo Arango, “Después del hombre”, porque era indigna, según sus palabras, del Profeta nadaísta. Claro que esa novela posee todo el aroma personal de la angustia de Arango, sus experiencias en la ciudad y sobre todo en Guayaquil, sobre todo la vida en la calle con las mujeres de la vida, putas, que eran la condena y la obsesión de Arango, que le pagaba a una de ellas y se acostaban sólo para escucharla cantar. ¿Qué es “Después del hombre”?; un largo lamento, una larga melancolía existencial. Nada menos que una extensa letra de tango.
¿Por qué detesta esa novela el crítico cítrico?, porque le mostraba en la cara algo que él nunca conoció ni conocería: la ciudad. De Guayaquil él no conoce nada, nunca supo de los cafés donde bullía la vida. Hablarle del Armenonville, del Perro Negro, de la Payanca, La Gayola, el Grisel, del Rodríguez Peña, es hablarle de un país lejano al que nunca accedió ni a aquella ciudad que se diluyó ante sus ojos debido a su mesianismo.Aguirre todo lo que escribe es sacado de periódicos. No es raro verlo en al Astor o en Versalles inmiscuido en sus lecturas, buscando sus temas. Esa cuadra de Junín es el único Medellín que él conoce. Por esa razón odia el tango y por esa razón detesta a los escritores que tocan ese tema. Consentido de los medios no puede acercarse a lo que él llama la plebe, pero que sí defiende de las injusticias sociales. Es su otro rostro de Jano, de una parte rechaza el gusto popular y de otro denuncia el poder que los lleva a la penuria.Sí, aun vive con su concepción de magistrado de esa Antioquia, en su momento ultramontana, y apresado en su oficio de abogado como moralista. Luego en las oficinas de la France Press o en su librería, rechaza lo popular porque de pronto analiza en todo el comportamiento como fanatismo. Lo define como sospecha, muchas sospechas, es decir mucha vida. Así mismo debía rechazar otra novela, “Aire de Tango”, porque en el fondo no es más que la dura existencia que se cuela por todos los lados. Cuando Aguirre comenta un libro se acerca mucho a monseñor Builes que prohibía a las mujeres ir a cine y montar en caballo a horcajadas.
Pero hablemos de tango. Su aceptación en Medellín, y en Girardota, se debe a que el bucolismo de la música colombiana no daba respuesta a una ciudad que bullía esplendorosa con el deseo de algo nuevo, de contacto con lo externo igual que ocurrió en los años sesenta con el rock; el cual también detesta Aguirre. El tango trae toda una cultura, una elaboración musical, unas letras que, en su mayoría, son poemas. La llegada de esa música se refuerza debido a que Gardel murió aquí y ahora hace parte de nuestra tradición que no es una traición. El tango da respuesta al nuevo ciudadano de la Villa, así sean montañeros o no, llegados de pueblos o no. Ahí encontraron algo que ahora no podemos discutir. Después sería la apoteosis del culto al mito en que se convirtió Gardel debido a que él supo canalizar los medios, debido a su talento y sus bellas melodías. Los argentinos aman sus muertos famosos y vienen a ver donde murió Gardel. Otros, como Aguirre, van a Londres a prosternarse frente a la tumba del otro Carlos.Es más, para la ira de Aguirre, Medellín se apropió de los tangos. Los hizo suyos desde dos puntos de vista: desde quienes apreciaban las letras y esa música elaborada que narra un sentir especial: las angustias y la vida cotidiana en una ciudad lejana pero que responde al momento actual en la ciudad, en Medellín digo.
Cuando Aguirre cita a Borges que detestaba el tango, debe saber que él era un eterno contradictorio. Si ha leído bien a Borges, este es más sentimental, melancólico y nostálgico que cualquier letra de tango. Toquemos solo un libro, “Fervor de Buenos Aires”, no es más que un largo y bello tango. Todo su amor por esa ciudad no es más que el influjo de Gardel con “Volver” y “Mi Buenos Aires Querido”. Y eso para no hablar de algunos cuentos de cuchilleros.
En el Aguirre soberbio, clasista y excluyente, y sé porque lo digo, hay un miedo por lo popular que no es más que la mala elaboración del concepto marxista de la alienación, que después de aplicado a lo religioso, se extendió hacia otros ámbitos de crítica a la vida cotidiana. No en el fondo así era Marx, quien le decía despectivamente “Negro” al poeta Longfellow por buscar a su hija y además le recomendaba que lo dejara porque los poetas eran unos seres poco rentables. Algunos pensaban que Marx era un Mesías, eso, un falso Mesías y sus teorías, también extranjeras, como el tango llegaron a al Villa y al mundo y luego se fueron de la Villa y del mundo porque estábamos hartos de una religión civil aquella de los falsos proletarios, aquella de los planes quinquenales y de matar en nombre de la revolución y de los sátrapas ante los que Aguirre calla. Nunca critica al fatal Castro, aquel patriarca de varios otoños que sumió la isla en nada menos que en una provincia y con el espejo sucio del mal marxismo: la pobreza como bien nacional.
En Aguirre su acedía, su falso ascetismo, su vivir a la enemiga, no es mas que su carácter excluyente de pequeño monarca tapiado por el odio a los gustos populares. No sabe que en lo cotidiano, en lo vulgar está toda la literatura y la música. Sobre todo cuando no se conoce una ciudad que bulle por sus poros todo tipo de boleros, rock, salsa, reguetón, rancheras, porros, música tropical, punk, la Sonora y un largo etcétera. Así es mejor callar.
Hay una generación de los primeros marxistas universitarios, hoy mamertos casi todos, es decir traidores, que terminaron de funcionarios áulicos, perdón, públicos, esperando agazapados la llegada de la revolución mientras disfrutaban la vida que detestaban en público, pero que amaban en secreto: ser burgueses o pequeño burgueses y que estuvieron tan imbuidos por el marxismo, como si nueva religión, que el rock y la música popular pasó de largo por sus vidas.
Claro que aun releemos esa plegaria de Aguirre a Londres cuando fue a visitar a Marx, no a Groucho sino a Carlitos, pero no a Gardel sino a Carlos Marx aquel que falsificó estadísticas para hacer creíble “El Capital”. Lo ve con un halito de santidad como su dios más cercano. Peregrinación igual a la de tantos mahometanos a La Meca, a la de tantos poetas ante la tumba de tal escritor, a la de los falsos católicos que van de turismo a Tierra Santa, a la de los papas que besan tierra extranjera. Sí, Aguirre visitó su tierra santa, su santo más cercano, Carlos Marx y allí entre abrojos y lágrimas de cocodrilo lo ve como salvador de la humanidad y hasta creo que la tarde se hizo espesa y hasta en sombras se moría. Es tanta la melancolía de Aguirre en Londres que no es más que otro tango, su tango, en el cementerio de Highgate. Veamos:
"Una lluvia tenaz. Y esta niebla de Londres, que cierra el horizonte: se ve el alma encadenada a un reducto. Descifrando el laberinto del subway, en un mapa erizado de rayas multico­lores, al fin se llega a una estación desde la cual podrá alcanzarse el cementerio de Highgate: las casas iguales, aún más grises y monótonas bajo la niebla, embozada la ciudad y embozado el ánimo, calles altas, gentes huidizas, encerradas, y al fin, la calle de Swains Lake. También oscurece el cielo. Se baja por esa calle estrecha y tortuosa, y ahí está, a lado y lado, el cementerio de Highgate: el sector de la derecha permanece cerrado, y tiene un aire fantasmal, con su vegetación salvaje y sus tumbas polvo­sas. Permanece abierto el sector izquierdo, pero hace años que no entierran a nadie, y el aspecto fantasmal y el aire de abati­miento también allí persisten. Ninguna señal lleva hacia el cementerio de Highgate, en esta ciudad hecha para gozo del vi­sitante, llena de letreros y de anuncios y de signos. Pero ningún signo dice ese cementerio: en las guías turísticas no aparece, no se da indicación para llegar a él, los porteros de los hoteles lo ignoran, y a su entrada, ni siquiera la seña de su nombre. En el cementerio de Highgate está enterrado Carlos Marx.
Dentro del cementerio, tampoco una seña, una flecha que diga el camino entre tantos vericuetos. Se toma, sin vacilar, algún sendero, y bien pronto se llega al grueso monumento pétreo. Es tarde, cae el día, sigue pertinaz la lluvia, la soledad en un cementerio abandonado, la soledad del alma, la lejanía de una ciudad ajena, el gris, la niebla, pero de repente el alma se expande. Ahí, la efigie rotunda de Carlos Marx. Y es la emo­ción de una presencia. La misma que se padeció años atrás, en Caracas, ante la tumba de Bolívar, y luego, en Moscú, ante la tumba de Lenin. El espíritu, antes sobrecogido en ese aire ne­blinoso, se alumbra repentinamente, y refulge. No es un hom­bre, simplemente, no es la memoria de una vida ni los restos de una carnadura humana: es el fulgor de una idea. Aquella presen­cia súbita y exultante no es el producto de una mera biografía histórica ni equivale a un recuerdo o a una nostalgia. No se padece aquí una sensación funeraria. Es un tremendo impulso vital el que da esa presencia: por el poder de una idea. Y una idea que se ha hecho fuerza material en el corazón de las masas: arma en su lucha de liberación. Aquí no se viene a derramar lágrimas. Y esa flor roja al pie, constante y fresca, es el testi­monio de una vitalidad. Y de una esperanza. Aquí no hay idolatría ni veneración: se siente el pálpito de una fuerza.Dice allí, en la piedra, el viejo lema: "Trabajadores de todos los países, ¡unios!". Por algo esta calidez, esta vibración del espíritu: la fraternidad de la clase obrera, incomprensible —y aún exótica— en nuestro pequeño mundo burgués. Aquél mandato de amor universal en la lucha, prende el espíritu: aparece la presencia. Ya esa idea ha hecho la libertad de millo­nes de hombres. Y sigue prendida como esperanza en otros muchos millones.
De ese modo visceral se entiende lo que ya dicen los textos: el marxismo no es un dogma (una ideología) sino una herramienta en la lucha de la humanidad por su liberación".En esta nota escrita el 18 de marzo de 1983, Aguirre nos muestra su amargura, su nostalgia, su indefensión y su inmaculada servidumbre. Lo malo es que el otro Carlos, su padrecito, permaneció en su seriedad de bronce. Sólo faltaron los aires fantasmales de “La Internacional” como un réquiem casero.
Medellín, mayo 21 del 2007

¿Plazzolla asesinó el tango?


¿Plazzolla asesinó el tango?

Jaime Jaramillo Panesso

1982. Buenos Aires. Conmemoración aniversario gardeliano por la
Asociación Gardeliana del Plata. De izquierda a derecha:
Leonardo Nieto, Mario Corcuera, Astor Plazzolla y Horacio Ferrar.


Se considera que el tango nació hacia el año de 1880 en la cuenca rioplatense. Por lo tanto es hijo de las ciudades que allí tienen asiento: Montevideo y Buenos Aires. Sin embargo, por ser esta última la más pujante y la que más emigración recibió, el origen del tango tiene una mayor connotación como fenómeno bonaerense. Tam­bién lo será, por deducción el resto de la música ciudadana como la milonga y el vals, aunque no en estríelo sentido musical. Tal es el caso de la milonga.
En el largo trayecto que lo trae hasta nuestros días, el tango tiene un núcleo de compositores anónimos en su momento inicial que podrían situarse en la prehistoria de este género. Unos pequeños versos o estribillos obscenos lo acompañaron en aquel entonces en los burdeles del puerto y a veces sostenidos por el filo de los cuchilleros. Luego llegaron músicos de mejor for­mación, aunque sin escuela que pusieron su nombre y su imaginación en el pentagrama, de tal manera que el tango pasó rápidamente a París y a España. Quizás el primer reformador fue Gardel que le puso letra a partir de 1917 y lo trasladó al cine y a Nueva York. Le agregó, además, las letras de Le Pera despojadas del lunfardo para que el tango se hiciera más universal.
Para que llegara hasta nuestros días el tango ha debido pasar por numerosos autores, intérpretes y renovadores: De Caro, Canaro, Bardi, Fresedo, Troilo, Salgan, Garello, Piazzolla. No están todos, pero éste acaba de morir. En los últimos cuarenta años el más debatido y comba­tido. Inclusive los tradicionalistas del tango lo llegaron a llamar "el asesino del tango". Piazzolla representa toda una vida vincu­lada a la música ciudadana des­de los remotos años treintas, cuando vivía con sus padres en Nueva York. Vivía en el barrio La Pequeña Italia y su precoci­dad en el bandoneón le permitió que desde los trece años actua­ra a la sombra de Gardel. No murió en Medellín en el conoci­do accidente de 1935 porque sus padres le negaron el permiso para acompañar al Morocho del Abasto en la gira que terminó fatalmente.
Músico de escuela y con célebres maestros en su formación como Nadia Boulanger y Alfredo Ginastera, estuvo hasta 1944 vinculado como músico de diferen­tes orquestas: Miguel Caló, Francisco Lauro, Aníbal Troilo. Precisamente con Troilo perfeccionó en él al gran bandoneonista y compositor que luego formara sus propias orquestas y conjuntos. Piazzolla fue un verdadero tanguero y como tal se destaca la orquesta típica que fundó en 1946 hasta 1950. A partir de allí despegó todas sus aspiraciones reformadoras del
tango en octetos y quintetos, en dúos de bandoneones con Aníbal Troilo, en orquestas para acompañar o incorporar a los grandes del jazz como Gerry Mulligan. Por eso su nuevo tango fue un híbrido con pedazos de jazz y música clásica, con un viejo tango latiendo por debajo y con unas formas experimentales que bien puede decirse quedaron separadas del tango tradicio­nal. De allí que sus analistas la describan como cerebral y compleja por un lado, y física y apasionada por otro refiriéndose a sus composiciones. "Más que nada, soy lo que soy gracias a Bach", dijo Piazzolla alguna vez. Así indicaba una trayectoria y conocimiento que superaba los lindes de los músicos tradicionales y de poca formación musical. No obstante, nadie que conozca el tango puede afirmar que toda la obra de Piazzolla esté referida a este género de música popu­lar. Por el contrario, Piazzolla señaló:
"Yo escribo música, no solamente tan­gos". Son de su autoría música para pelícu­las, óperas/tango y distintas obras diferen­tes a la música ciudadana, aunque él siem­pre afirmó que el tango estaba latente en la mayoría de sus composiciones. "Escucho tangos desde los ocho años y no puedo negar que hubo grandes hombres de tango que influyeron en mi música. Yo rescato todo lo que hizo Villoldo, que en principio no era tango sino milonga en dos por cuatro. Arolas, que también tocaba el tango amilongado. Maffia y Pedro Laurenz fueron los compositores que más admiró, como también Julio De Caro, Francisco De Caro, Bardi, Cobián. Un hombre que marcó a fuego mi estilo fue Alfredo Gobbi, que influ­yó muchísimo en mi forma de armonizar. Era un músico intuitivo, pero más organiza­do... Pugliesees otro músico que influyó notablemente en mi obra, sobre todo su parte rítmica, de increíble linaje milonguero. Y Troilo especialmente como ejecutante de bandoneón. Yo vivía observándolo, aunque poco a poco nuestros estilos se fueron diferen­ciando. Orlando Goñí fue, más que pianista, mi ángel inspirador. Yo copiaba su forma de tocar y trataba de trasladarla al bandoneón. Me pasaba horas copiando en un cuademito todas las innovaciones que él intro­ducía en su ejecución. Estos hombres y muchos más, que tal vez olvide en el momento, están en mi música y los respeto porque tienen un estilo. El momento más crucial para un creador es encontrar su estilo. Sin estilo no hay música. Es lo que ocurre ahora: no hay cambio, no hay audacia, reina la mediocridad, el miedo, la tibieza creativa". Con sus propias palabras, Piazzolla describía la historia tras de sí.
Para comprenderlo es necesario estar despojado de tanto prejuicio que informa a los fangueros profe­sionales de tradición. Hay que mirarlo en su amplia gama de tanguero, creador y músico de experimenta­ción novedosa.
"¿Es tango o no es tango lo que hace Piazzolla? A esta preocupación ontológica parecen reducirse las reacciones suscitadas por este niño terrible (enfant terrible) de la música porteña. Y bien, el tango es una música típica. Cuando, en 1911, Vicente Greco recu­rrió a la palabra típica para calificar a su orquesta, dedicada exclusivamente a interpretar tangos, estuvo acertado. Porque lo típico es lo que se refiere al tipo, al modelo, al ejemplar que uno se propone imitar. El tipo de música de la ciudad era entonces el tango y al llamar típica a la música de tango se estaba pensando en un modelo ideal, elaborado durante más de veinte años. Todos los músicos populares tuvieron siempre presente, desde entonces, ese tipo, ese modelo. Unos lo siguieron fielmente -Greco, Pacho, Berto, Di Sarli y otros lo miraban con sólo un ojo, mientras con el otro miraban hacía adelan­te, tratando de avanzar un poco más allá del modelo -Fresedo, Cobián, Delfino, De Caro, Piana-. Pero nadie negó, ni aún Marianito Mores, ese modelo. El primero que lo negó fue Astor Piazzolla. Al apartar­se decididamente de aquel tipo, de aquel modelo, la música de Piazzolla no es ya música típica; es música atípica, música que no reproduce las características de ningún tipo de música; es una música es­trictamente personal. Y, desde ese punto de vista, no es tango". Así se expresa José Gobello y concluye con la siguiente re­flexión: Piazzolla nunca trató de hacer un tango mayoritario, ni un tango para nostálgicos. Su tango es para minorías; para minorías que tal vez no sean inteligen­tes; que tal vez sólo sean snobístas, o tilingas, pero que aprecian el valor de la inteligencia. El premio de Piazzolla debe consistir en que esas minorías crecen dia­riamente.
Dueño de una personalidad fuerte y algunas veces agresiva, dijo alguna vez que duraría hasta los ochen­ta y tres años porque se lo había dicho una vidente y agregó: "Y aunque ya he ganado todas mis batallas, voy a seguir. Me gustaría tener una vejez como la de Rubinstein, que dio su mejor concierto a los ochenta y cuatro, o como la de Pablo Casáis... Vivir en una casa frente al mar, tener un gran piano de cola, una bicicle­ta, mis perros, salir a pescar tiburones, componer sin parar, tomar mi whisky de las siete de la tarde y tener1 tiempo... más tiempo para seguir escribiendo".
Desde hace dos años, por un derrame cerebral, ya había entrado en el mundo del silencio y de la incons­ciencia. No alcanzó a realizar este sueño de la vida cotidiana. Tampoco la vidente tuvo la razón que a todos nosotros nos hubiera gustado: que su clarividen­cia hubiese sido cierta.


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La música que es como la vida Orlando Mora




La música que es como la vida
Orlando Mora


(Fragmentos)

Cuatro años le bastaron a Alfredo Lepera para alcanzar la gloria y también la muerte. El encuentro con Gardel en 1931 cambió el rumbo de su vida, con el Zorzal alcanzó a conocer la luz enceguecedora de la fama, y en la trágica tarde del 24 de junio de 1935 sus sueños ardieron en el mismo fuego. A pesar de "Carrillón de la merced" con Santos Discépolo, Lepera pertenece a la historia de la Canción Argentina por sus composiciones con Carlos Gardel, tan famosas que hoy se dicen como parte de una memoria colectiva.

Qué traían de nuevo las letras de Lepera es una pregunta que extrañamente pocas veces se for­mula. Algo por lo menos fundamental: el olvido definitivo del Lunfardo como lenguaje del Tango y su sustitución por unos versos limpios, acomoda­dos al sentimiento de un ciudadano cualquiera, con prescindencia de toda mención a la vida de guapos y malevos. Con ellos el letrista se adelan­tó a su momento y anunció de alguna manera lo que sería el gran Tango de los años cuarenta.
Digo otro lenguaje diferente pero no menos duro. Lo sabrá quien recuerde los versos de "Cuesta abajo", por ejemplo; solo que además de ese registro está el otro fino, delicado de "Golon­drinas", "Sus ojos se cerraron" o esa vieja reflexión de todos los tiempos: "Volver".

Periódicamente vale la pena regresar a Lepera. Los caminos para ello son muchos, y el primero es por supuesto el de la inevitable voz de Gardel.

O también ese otro que dejó Edmundo Rivero cuando redescubrió los ecos más profundos de los Tangos de Lepera y que aparece en el disco de homenaje al Morocho. En la voz de Rivero se descubre por qué "Soledad" es una de las cumbres de la música popular del Continente. El autor de su letra hizo ciertos los versos del poeta: "Hemos luchado tanto para alcanzar la muerte".
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Se habla del tango como la canción ciudadana-La referencia es a Buenos Aires, Montevideo y más ampliamente a cualquier otra ciudad de nuestro Continente Latino. Esa mención apunta a que el sentimiento que el tango recoge y expresa es el propio del habitante de la ciudad, del pobla­dor de un espacio distinto al del campo. Es la constatación de que la Vida en la ciudad tiene sus señales, que en ella se rompe un nivel de comu­nicación con la naturaleza y se pierden unos sig­nos de identidad que no se recuperan nunca.

La ciudad depara experiencias nuevas, dife­rentes. Una de ellas tiene que ver con la sensación de abandono en medio de la gente y la certeza diariamente aprendida de que solo valdrán los propios recursos. La agitación, el ritmo frenético de la vida y al mismo tiempo la inminencia del vacío, del desamparo.

El tango como ninguna otra música del conti­nente cristaliza ese sentimiento de soledad. Segu­ramente por el hecho de haberse creado en las afueras de una ciudad en expansión, en las entra­ñas de una marginalidad aumentada por la pre­sencia del inmigrante. La dimensión de la gran ciudad sirvió para que nunca el peso de ese ori­gen se perdiera.

"Estoy mirando mi vida en el cristal de un charquito/ Y pasan mientras medito los sueños perdidos, las horas marchitas", comienza un tan­go de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo. Y si bien la sensación de soledad se proyecta con más fre­cuencia en relación con una mujer ("Si supieras que estoy solo, entre tanta y tanta gente./ Si supieras que estoy triste mientras ríen locamen­te" en "Vendrás alguna vez"), la verdad es que el espacio de reflexión alcanza a la madre, a los amigos, al barrio pero siempre vistos a través de la imagen de alguien que dialoga consigo mismo.

Por eso no es vano decir que el tango es la canción del Hombre solo y ello nos vuelve com­prensible el ensimismamiento de alguien que es­cucha en un rincón "La última curda": "Ya sé no me digas, tenés razón, /la vida es una herida absurda", y sabe que sin embargo, no es posible detenerse. Un sentimiento inédito en el campo, posible solo en la ciudad.
………..

Hay siempre una discusión a punto de surgir en toda reunión de gente de tango, un tema que difícilmente podrá soslayarse una vez superado el inevitable de si Carlos Gardel es el más grande cantante de toda la historia. El acuerdo en este punto despeja el camino para el forcejeo por la meritoria segunda posición.

Imposible conseguir en este punto una coincidencia. Son muchos los nombres que se encuentran en esa que pudiéramos llamar el grupo de los cantantes mayores. Unos hablarán con entusiasmo de Ignacio Corsini o Charlo; otros pensarán en Fiorentino en sus días estelares con Troilo; alguien más recordará a Raúl Berón con el respaldo de Lucio Demare o Caló; muchos reclamarán que el tango alcanzó las más altas cumbres en las versiones de dos cantantes como Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche.

Creo que la discusión es inevitable y definitivamente estéril. Y lo es porque no estamos en ida de algo que pueda graduarse objetiva­rte y cada quien habla a partir de la emoción sus distintos momentos. He dicho que la música popular con su poder de evocación nos habla distintos lugares, nos remite a espacios personales que son intransferibles y eso explica una determinada voz pueda acompañarnos hoy mejor que otra.

El tango no escapa a esos días distintos de que hablara Barba Jacob. No están todas las noches para que Ignacio Corsini sea el mayor ni para que Hugo del Carril diga su canción como nunca; de pronito es tiempo de Alberto Morán con Pugliese, o el drama de ese día va con el desgarro de Goyeneche o en un olvidado disco de Héctor Mauré está de pronto la medida de ese sentimien­to indefinido que desde el otro lado nos reclama.

Nunca podremos decir con certeza y de manera irrevocable quien ocupa la segunda línea tras de Gardel. Conocemos quiénes están entre los mejores, y ni eso siquiera podrá salvarnos de sentir que un cantante menor nos deja en una noche la emoción que ningún grande podría despertar.
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En medio del esplendor de las luces de Caño 14 Aníbal Troilo interpretaba con su Cuarteto el último tema de la sección instrumental: "Pablo". Se apagaron los reflectores y envuelto en una sola luz blanca quedó Pichuco en el centro del escena­rio, mientras comenzaron a sonar en solitario los acordes de "Malena" en bandoneón y luego otro golpe de luz trajo desde el fondo la frágil figura de Roberto Goyeneche. Un beso en la mejilla de saludo y ya vivía en ese instante el reencuentro de los dos nombres mayores de la noche de Buenos Aires. Es esa la imagen que insistentemente me vuelve cada vez que escucho la voz del Polaco.

La unión de Troilo y Goyeneche estaba más allá de esas actuaciones circunstanciales en el ya de­saparecido rincón de Talcahuano. Muchos años antes Goyeneche había llegado a la Orquesta de Pichuco y había deslumbrado con la fuerza de su voz. En un disco como "El Polaco y yo" Troilo lo acompañó en versiones históricas como "Garúa" y "Cómo se pinta la vida". Días más tarde y luego de una desvinculación definitiva de la Orquesta, las dos figuras coincidieron en la decisión de hacer un nuevo trabajo con temas clásicos que nunca habían grabado. Se realizó así 'Te acordás Polaco"?. Y quedó el afortunado registro de "Una canción", "En esta tarde gris" o "Trenzas" en una producción de verdad histórica.

Hoy el Polaco es una leyenda en vida. Se habla de la droga, del desorden de su vida y un oscuro reproche parece surgir ahora cuando sus versiones sueñan con el ahogo de un fuelle a punto de desinflarse. Lo que se olvida es que ningún artista crea a partir de la comodidad y el buen juicio, que algo del infierno ronda sus búsquedas y Goyeneche no escapa a los tormentos de ese destino. No se puede cantar como él lo ha hecho impunemen­te. Lo supo la Piaff, la Alondra francesa, y alguna vez lo dijo.

La voz del Polaco es la más intensamente tanguera de los últimos años. Y ese timbre, esa voca­ción dramática fue aumentando a medida que pasaban los días y la voz fuerte de antes se cam­bió por una honda y angustiada. Por eso sus últimas grabaciones lo muestran en el más deso­lado y estéril esfuerzo por mantenerse fiel a lo que fue su propio estilo y ya en la antesala de la derrota definitiva ante la muerte. Pero eso ahora no importa.
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Hijo del legendario Pascual Contursi -el autor de los versos de "Mi noche triste" con los que Gardel iniciara en el remoto 1917 el tango canción-, José María Contursi pertenece a la línea de los mejores letristas de la música de Buenos Aires. Desde me­diados de la década del treinta comenzó una pro­ducción que sorprende por su calidad inalterada y la inconfundible personalidad de su lenguaje. En una apretadísima lista de los cinco o seis mejores letristas del tango tendría que aparecer necesaria­mente el autor de "Este viejo corazón".

Los tangos de Contursi se ocupan casi siempre del amor. Aunque este tema no ha escapado al tango de todos los tiempos, los compositores de la llamada generación del cuarenta lo trabajaron de manera especial y entre ellos se destaca con luz propia el compositor de "Verdemar" y "Som­bras". Su muy fina sensibilidad y el gusto literario de sus letras se avenían perfectamente con esa temática y por eso a pesar de Manzi, Cátulo y otros grandes, tal vez haya que decir que José María Contursi ha sido el gran letrista del amor en el tango. El amor en el instante del remordi­miento y las sombras, tal como se siente en su tango "Gricel" de 1939 y en los versos terribles de 'Tabaco": "Están mis ojos cerrados/por el terror del silencio,/mi corazón desgarrado/porque no me he perdonado/todo el mal que te cause".

Contursi fue una figura cumbre de su genera­ción, capaz de concebir un tango de corte diferen­te al que realizaron su padre y el primer grupo de compositores. Usando un lenguaje completa­mente depurado de toda influencia lunfarda, sus versos apuntan a reflejar el mundo sentimental, amoroso de un hombre cualquiera de Buenos Aires, lejana ya toda la mitología de guapos y cuchillos que marcó el tango en sus comienzos. Por eso la vigencia de unas composiciones que hablan de la Pena del Amor, de la realidad del olvido o del hombre en la noche de las culpas.

José María Contursi nunca fue un poeta veni­do a menos, nostálgico de otros destinos y se sintió por el contrario a gusto como creador den­tro del ámbito de la música popular más impor­tante de América Latina: El tango.

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Orlando Mora Patiño nació en Medellín es abogado de la Universidad de Antioquia y es nuestro principal critico de cine.

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La ternura que tengo para vos / Daríi Ruiz Gómez




La ternura que tengo para vos
(A manera de Tango)
Darío Ruiz Gómez

Cuando ella puso sobre la mesa la tercera botella, sintió de veras un deseo inmenso de abrazarla, de sentir la evidencia de ese cuerpo lleno, tembloro­so. Así, en un gesto infantil, hundiendo la cabeza en aquel regazo, pero se contentó con sólo ese gesto que siempre hacía ella, el acariciarle la barbilla, el dejarse penetrar de aquel olor fuerte a mujer, a perfume de mujer. Y los dientes húmedos entre la boca grande, húmeda. Bajaba entonces la mirada hasta los senos aprisionados entre un suéter verde.

Llevaba dos cervezas, dos grandes ratos de mirar el café que ya se sabía de memoria, las paredes azules con los círculos de neón, el techo de esterilla, las dos puertecitas que se abrían al ruido de otros cafés, al paso de camiones y automóviles, a la vista de gente que pasaba conversando, consumiendo una amis­tad. Pero tenía él que hacer como que apenas ese viernes empe­zaba a darse cuenta de esas paredes, de esos techos; que apenas empezaba a descubrir que el orinal era ridículamente pequeño y que si miraba hacia el mostrador se iba a encontrar con la roto en colores de dos mujeres desnudas. Y con el mismo camaján de ojos vidriosos que, atendía rezongando por lo bajo con su cara atembada sirviendo los aguardientes. Vociferando a las meseras.

Y le era difícil el pensar en algo porque siempre estaba en esos lugares como partiendo de cero. Un poco asustado, y ahora que ya llevaba ella en ese lugar como cosa de dos meses mucho más. Creía que las otras mujeres lo miraban con pena, y por supuesto con sorna ese camaján de ojos vidriosos y pala­bras extrañas. Pensaba: "Le calculan a uno el revuelto y ya se lo llevó el carajo" y entonces se ponía a silbar, a tratar de domi­nar el ambiente, con un gesto levemente orgulloso. Preparan­do el gesto desenfadado conque al finalizar la quinta cerveza, llamaría a Amalia para pagarle los diez pesos, para extender después, el billete de peso de propina. Y entonces ya de pie con los ojos perdidos en la mayor angustia, esperar hasta que ella le acompañara hasta la puerta, le rozara la cara con la mano, le dijera adiós y él estuviera de frente a esa calle oscura y estre­cha llena de ruidos distintos y de tantas caras. A las ocho de la noche cuando apenas empezaba a nacer ese viernes, cuando apenas empezaba a sentir que la cerveza le daba ánimos sufi­cientes para olvidarse de todo. Ahora la ciudad con esta facha­da de fiesta: esta calle de Maturín que tiene algo de recuerdo de sueño de estar aparte de todo de la ciudad misma que es más clara con un aire más puro y estas canciones que traen una tristeza que no es algo así como la de uno pero que sin embar­go se va metiendo dentro y luego esa otra música de los acor­deones los grupos de camajanes dicharacheros esta callecita de recuerdo mientras me voy hacia el viernes más largo de la vida

bajo hasta Junín y voy subiendo hacia el centro despacio tan despacio como puedo mirando a lado y lado y haciéndome el gilberto los almacenes los cafés los selladeros del cinco y seis las farmacias las mujeres que ríen desde las heladerías las hileras de carros las conversaciones entre los automóviles la gente del Poblado de la América de tantas partes. Haciendo rendir el tiempo bajo hasta la esquina de La Playa y me voy por la avenida Primero de mayo por la acera del Crillón para ver serenateros a la gente que sale del Avenida la que en la plazuela Nutibara hace cola para tomar el bus o la que está simplemente mirando la noche las luces las calles que tanto conozco de día a lluvia y sol sin falta bajo los aleros entre los ^censores por entre pasillos olorosos a desinfectantes desem­bocando en oficinas llenas de caras parsimoniosas estas calles que conozco tanto en tanta vida de andareguiar por aquí a sol y frío sobre su frente de cemento

Sucede que a veces ella viene y se sienta junto a él y le pone la mano en los muslos y le pregunta por lo que ha hecho en la semana y todas esas otras cosas que se suelen preguntar entre gente que se conoce de hace mucho tiempo: el país, algún muer­to, un robo Y es en esos momentos cuando él se da cuenta del tiempo que lleva queriéndola, sintiendo hacia esa cabeza que sonríe, un afecto muy grande y piensa también en las otras lu­ces bajo las cuales se ha humedecido esa sonrisa; otros viernes donde han sonado las palabras de ambos, los aires de otros cafés. O cuando estuvimos perdidos tanto tiempo: entre la luz de las dos de la tarde Amalia entrando a aquel "Doña María" de Carabobo más robusta, más hermosa. Miró a uno y otro lado hasta que él se dio cuenta de que lo estaba saludando, de que la voz venía hacia él; atónito entonces. Y después pensó en esto: "siempre vengo aquí a tomarme una cervecita a ver la gente por matar el tiempo y Amalia no se me había olvidado y vea pues qué casualidad como si todavía estuviéramos vivien­do en Restrepo Uribe". tanto tiempo reducido a nada por un saludo, una sonrisa. Eso lo pensó viéndola-con-tra-la-luz-de-tas-dos-de-la-tar-de Y además esto: "con lo chiquito que uno cree que es Medellín" porque pensaba en cómo podían haber­se ocultado uno a otro durante tanto tiempo. Desde entonces las luces y los nombres de los cafés: "Armenonville", "La quintrala", "El Rodríguez Pequeña", "Mi último tango", siem­pre detrás de esa música que parecía producirle entre la cabeza v los sueños algo indefinido, desconsolado. Cuando canta toda tierna y con voz bajita esas canciones que él mismo se sabe de Memoria, que mira pegados a su recuerdo, "no te apures cara blanca que no hay nadie que te espere". Y comienza su palabreo de tangos; "no te apures cara blanca" que es como el indicio de que está contenta: Charlo, Hugo del Carril, Carlos Dante, Julio Martel; ese sonido que tiene en la punta de la lengua desde que se sabe en el mundo, aprendidas de tanta esquina gastad que se le quedan en la mente, y repite y repite. Y él así toda la semana entre puertas y ascensores y calles, como si dentro llevara el traganíquel, siempre. La misma voz a pesar de los cafés distintos. De esos sitios desde donde empezaba a caminar de Manrique por aquella calle larga y esas ocho de la noche de viernes en un café donde las voces resonaban y la luz parecía algo frágil como de nubes de papel brillante, dando contra los espejos y las fotos de los cantantes en hilera como en otros cafés de Aranjuez o Gerona, esa fila de caras sonrientes, a veces nostálgicas, peinadas impecablemente; entre ámbitos tan dife­rentes, según los vientos que llevaran a Amalia, de uno a otro lado de la ciudad estrenándose en ambientes impecables, y a veces solamente un cuchitril con dos mesas y un mostrador, y un cantinero neurasténico, un traganíquel antiguo de sonido arrastrado, lastimero, y lo mismo, una cara diferente en cada si­tio de esos: a veces arrebatados muchachos rompiendo vasos de la desesperación, gente callada lejana a las palabras, ruidos im­previstos de riñas y cuchillo y sangre, y él entre todo aquello, o pena o riña, sin sentirse provocado por nada, tal vez pensaba por su aspecto de cuerpecito bajo, de cara asustada, y la ropa de tanto uso acabada; mosca muerta de verdad se decía en aquellos ambientes de camajanes y chóferes, el estremecimiento que siente cuando observa de pronto la figura de hilachitas, la suya, su doble, en otra mesa, con la misma cara de agüevado, ni miedosa siquiera y los ojos entristecidos él mismo repetido en gestos, lloriqueando una tocadita de nalga, tal vez; esas esquinas de re­cuerdo flotando entre una luz amarilla y entonces el problema consiste en recordar los cuarenta centavos para el bus miro ha­cia atrás desde la ventanilla y veo las puertas derramando su luz de tango y ella entre las palabras de la canción y mi dolor de dejarla tan sola entre esas caras amargadas entre esas risas cabronas tan indefensa como yo que voy hacia nada mientras el bus s pasa despacito por en frente de tantas casas llenas de gente tanta pareja conversando amorosamente de tanto niño en sus juegos y a veces cuando no soy capaz de decirle que me devuelva los cuarenta centavos caminar a lo largo de esas calles por entre gentes que apenas me miran: esta ciudad esta ciudad de Medellín que apenas me conoce
y entonces era cuando empezaba a descubrir una vida de la cual no tenía ni idea porque hasta entonces la suya no había pasado de las cuatro calles de la Estación y de las siete u ocho del centro, y apenas se daba cuenta de este mundo de la gente en la calle, de los niños en las aceras, de los novios en los cés­pedes, en las puertas, de esa vida desconocida, otras fachadas menos sucias, y ese mundo de los buses con la gente que con­versa en voz alta, como en una casa andante y que hay alguien que de pronto ofrece un cigarrillo, y mirar a la ciudad desde la ventanilla, bajo la luz de los focos amarillos, azules desteñi­dos, buscando a veces un brillo de luz que al menos la memo­ria recordara de esa ciudad extraña. Pensaba: "estas gentes que son como de la misma condición social que uno y vea que hay como un respeto porque eso de la educación no cuesta nada y no esa guachafita de la barra"
bebe la cerveza paladeando cada sorbo, haciendo que el líquido traspase la piel y le vaya llenando la sangre de ese esta­do de ensoñación que tanto le gusta, con la sensación de estar­se yendo en el ruido y la habladera de la gente y la cadencia de la música, entre la pequeña nebulosa, la cara de esas mujeres; las demás meseras. Una gorda y alta que tiene una risita de lástima y acaricia la cabeza de un tipo que habla muy bajito, sin que se le oiga nada, confesándose de sufrimientos y mie­dos con ese montón de carne grasienta que suspira y hace que escucha, la cara ladeada del tipo —la suya misma— dejando salir a pedacitos ese dolor que siente, la angustia que de pron­to se le agolpa entre las sienes, mientras él tiembla, el estreme­cimiento que siente cuando observa al figura de hilachitas la Suya, su doble, en otra mesa del café con la misma cara de agüevado, ni miedosa y los ojos de ternero huérfano, él mi repetido en gestos, en actitudes, de seguro con la misma en el bolsillo. O, la mesera joven que va simplemente de uno otro lado simplemente como una potranca exudando cadera exudando seno parado, risa impúdica, con el tipo suficientórí que alardea para que todos lo miren, como el tipo aquél que tenía un irremediable aire de suficiencia, de camisa nueva a rayas, y sombrero y pantalón impecable y un gran anillo, y ese aire triunfal de quien le ha ido bien en todo. Y lo peor es que Amalia no parecía existir sino para el tipo, deslumbrada por esa impúdica demostración de suficiencia, de juventud, de pin­ta, y apenas sí acaso entre las cervezas a él, un quiubo miseri­cordioso. Sintiendo los diez pesos reducidos a nada, ni a un peso: como el desconsolado huérfano que siempre ha sido sin tener ni el derecho a un helado
Y entonces sucedió que sin darse cuenta al salir, ante aquel aire de indiferencia con que Amalia tomó los diez pesos y el peso de propina con que apenas balbuceó un adiós, se encon­tró empujando al tipo aquel, al sombrerito chicanero. Desper­tó de aquel sopor de rabia ante la alta figura que lo zarandeaba, y después el golpe sobre la nariz, rojo y doloroso, la calle apa­reció con un montón de caras curiosas que lo miraban sin lás­tima ni nada. De espaldas sentía el aire de la música, ninguna palabra de Amalia. Se sonaba demasiado triste y solo al cami­nar sentía cada gozne sufriendo como él, inflamado de impo­tencia entre ese eco de ruidos donde ninguna voz le decía nada, le insinuaba un acento amigable, siquiera. Y además parecía más temprano que nunca más llena la noche de mejores presa­gios, tan desazonado estaba que afortunadamente nadie empe­ñaba zapatos o camisas viejas, y terminados los diez pesos es­taba terminada la semana. La piececita era como la cárcel, acos­tarse a oír el ruido de la casa, los lamentos de un borracho, sí llanto de un niño, el quejido de alguna fornicación entre ese dolor caliente, como de fiebre. Se levantó después y desanduvo el camino ya entre las calles desiertas y en el preciso mo­mento de verla salir del café con el tipo ese
detrás él observando la pareja, entre una especie de lloro le subía por el esófago y un raro acoso en el prepucio y ríos entrar en la pensión, después cada segundo el resto de 1 noche fue seguirla en la mente a través de cada gesto: los senos temblorosos sobre el cuerpo blanco resplandeciente, entre las sombras la cabeza que se ríe con un eco lánguido, entre el olor a madera de la pieza y el ruido del catre y el extraño sonido He esa boca húmeda que parece buscar algo perdido. Asolado ¿e la contundencia de esa comprobación, de verla así entre aque­llos brazos, se le quedó toda una piel blanca entre los ojos, ese día y el otro y toda la semana porque miraba esos días como un difícil y despiadado obstáculo, cuando la semana la llenaba antes con la esquina del café. Y eso que también lo compunge el ponerse a pensar en toda la gente que se ha ido, que mató un tiro o colgó los tenis simplemente por cualquier maricada. "el Cantor que estaba sin pulmones y no lo sabía y de pronto pues ahí estiró la pata muerto del todo" Antes que al menos bajaba a Fatelares a ver los partidos de fútbol, que se prolongaban a ve­ces hasta la total oscuridad. O iba la barra entera a ver una película o a dar una vuelta por Guayaquil con esos que eran sus amigos, pero de cierto modo, porque en cierto sentido es­tar con ellos lo era desde fuera en sus risas y sus chistes Y así la semana no se hacía tan larga hasta el viernes y de todos mo­dos estar con ellos era como estar con Amalia, las mismas pala­bras, la misma risa, los mismos recuerdos, los mismos discos solamente que han crecido los muchachitos de entonces y la esquina y la calle tienen otra gente, caras que no tienen pala­bras para él, y por eso cuando la ve a Amalia es algo así como ver a la compañera de un mundo del cual apenas quedan esos oscuros cafés, callecitas, esquinas, pocas caras, la única com­pañera de ese país de entonces como súbita y terriblemente desaparecido
no pudo resistirse y un martes después pasó enfrente del Café atisbando de reojo, y la vio sentada entre la luz del cafecito aburrida otra vez con ese gesto de desagrado de todo, de amargura hacia las cosas, como si nada hubiera pasado, necesariamente aburrida entre tanta gente fastidiosa: "mujer mía ­que tanto sufres en la vida yo quisiera sacarte de este valle de lágrimas pero lo que pasa es que no tengo plata". Y en lugar de repartir o cobrar cuentas, se pasó ese día mirando desde la esquina donde Amalia vivía, donde la buscó en el barrio de Castilla: Amalia bajo la luz del día entre trapos al sol y ruido de buses, olor de almuerzo y cañería rota, como una simple mujer que sale a la puerta de la calle a mirar la gente que pasa la ciudad que se divisa entre un velo de calima, la mujer que va hasta la esquina y compra cincuenta centavos de sal y unas hojas de cebolla, que recuesta la cabeza a la modorra de las tres de la tarde y sueña tal vez con la radionovela que escucha en el transistor. La mujer que a eso de las cinco de la tarde empieza a arreglarse, a ponerse su perfume de mujer, su olor de axilas, su color de tiempo, y mientras espera el bus en alguna esquina fuma un cigarrillo y no piensa para nada en el café donde va a ir a trabajar
esa cabeza que bajo la luz de la tarde muestra un cansancio que nunca se le había visto, un temblor en los labios como de miedo del tiempo y los poros son grandes debajo del colorete, la carne ajada en pliegues debajo de los ojos amor mío de siem­pre aunque te estés quedando vieja del todo aun cuando no me mires para nada porque soy un achilado ni me pares bolas nunca amorcito dejo de quererte nunca
—Qué hubo pues hombre cuánto tiempo sin verte por ahí, ni que te hubiera tragado la tierra.
—El trabajo mija, ya no queda tiempo ni para dormir. Todo el día en la misma como un zorombático.
Amalia respiraba con cansancio. Tenía ya un olor de mujer de muchos días en la vida. Un olor de muchos años de trabajo. Con el olor del bus, de la tierra roja de la calle, de la tarde ensolecida, volvió a verla desnuda, temblorosa, suya, enten­diendo él su límite de risa, de olor, de palabras; lo que tenia que bastarle para seguir viviendo. Con el puesto fijo en el cafecito de turno. Así me veo Amalia: absorto cerca de tu vida miedoso pero necesitado de usted señora
—Esto de ganarse la lata cuesta mucho eh avemaría
—Lo malo es que cada vez la plata alcanza para menos.
—Uno de estos días una de estas carachas de bus se vuelve fleco en estas bajadas, no queda ni la carrocería.
—Cuarenta y ocho de pie y cinco sentados. Se le revientan los frenos y nos sacan de aquí pero con cuchara.
—Pero para darle al traguito ahí sí no falta nunca la platica, no hay día que no estén llenos los cafés, que no tenga uno que trabajar parejo.
—Pero es que sin el traguito qué sería de uno, con lo pere­zosa que es la vida, que no hay nada que hacer, imagináte.
—En eso sí tenes razón; no hay nada más puta que la vida.
salían a veces en su voz como los recuerdos de su juven­tud, palabras jóvenes no gastadas a pesar del silencio en que las consumían con rabia, con esa rabia dura que da tantos días de bus, de olor a sobaco, de cafecito lacrimoso. Con una paño­leta amarilla la ve en aquel café de Lovaina pero algo así como si esta señora que tose en esta banca de bus fuera la madre de aquella, en la época en que dejó el puesto en "Carpe!" para ponerse de mesera, que en cierto modo es como verse a sí mis­mo con un vestido de color café a rayas, de pantalones con bota ancha y el saco cruzado, y el pelo sobre la frente, en medio de la luz espectral de ese año, donde las mesas, los taburetes y la calle tenían un aire de casa -de muñecas de casa de los siete enanitos de movimiento en cámara lenta, la sonrisa curva y pintarrajeada de las mujeres, el peinado fullero de los hom­bres, y entonces es como si Amalia hubiera ido envejeciendo dentro de la misma falda estrecha, dentro de los mismos zapa­tos de tacón alto, dentro de la misma blusa con el moño verde: dentro del mismo peinado en ondas, dentro del mismo trazo curvo y acentuado del pintalabios, y los dientes blancos que ya son grises de tanto reírse sin ganas, sólo por abrir los labios y no ponerse a llorar. Esta Amalia de ahora como recuerdo de aquella de la risa descarada, de esos muslos que se abrían con impudicia a la mirada de los hombres, de su voz tatareando aquellos boleros, el valsecito de moda entonces: "la noche que en el baile tus brujos negros se me clavaron" su misma canción preferida, aún a ratos musitándola para instalarse con los ojos cerrados en ese tiempo, hasta ahora la voz ronca de Carlos Roldan en "no te apures cara blanca" que es algo así corno si Roldan lo estuviera regañando cariñosamente, mencionando esa soledad de película: "Mi noche triste", así entre calles pobres y desconocidas, entre otros manes y otras palabras. Y se daba cuenta oyendo eso de que también barbado y enfermo tenía que escoger la renuncia; cerrar la puerta a la esperanza verse borrando el nombre de la mujer querida y por eso es que' al final siempre decide echarle a esa canción de a moneditas, como para no gastar la voz de Roldan, como para no huir dema­siado lejos, a esa soledad heroica de las películas argentinas, de aquel tiempo de la Amalia de la risa impúdica y de Charlo e Irusta
pero en el modo de mover los brazos y de asentar los bra­zos sobre el regazo hay algo nuevo, una cierta dulzura, un ges­to ecuánime hacia todo. Aún con la altanería de siempre pero sabiendo despertar sin embargo una extraña ternura; algo que cuando se encuentran las miradas tiende a convertirse en un sollozo interior, un miedo a verse en la realidad exacta de esa vida que es la suya, el mismo parpadeo, el mismo temblor en las canillas de aquellos años cuando se la encontraba de sope­tón en alguna esquina y se quedaba sin palabras
mientras el aire del café cambia también: de aquellos apachurrados del 46 siempre en trance de cuchillo; la misma Amalia entre ese aire pequeño y violento yéndose hacia ade­lante con su fuerza joven, quebrando vasos y botellas, asila ve en aquellas trifulcas, después de su pelea con la bizca Elena, de ese jalar de pelos y rasgar de ropas, ahí callada dejando que la sangre le saliera de la espalda sin pronunciar ninguna pala­bra, como si lo que quisiera fuera dejarse morir, en aquellas interminables borracheras con los ojos vidriosos pegada al ta­burete, al vaso de cerveza, sin titubear siquiera, sin agachar la cabeza, en aquel cafecito de Cundinamarca, mirándola él des­de fuera horas enteras observando esa especie de rabia que como un halo parecía rodearla. Hoy entre esta noche de mucha luz que debería redimir un poco tanta pena como la que a veces siente entre caras nuevas que se multiplican y le hacen recordar su país de callecitas de aleros curvos, de cafecitos no tan andes no tan llenos de bulla, no tan miedosos para entrar en líos, para sentarse en mesas tan limpias que no parecen para uno: "se agüeva cualquiera con tanta decencia y lo que cobran es el sitio qué pendejada". Piensa y justifica la caminadera de Amalia por eso mismo; y trata cuando puede de buscarle los recuerdos comunes aun cuando para eso parece ella haber ce­rrado los ojos. Pero de todos modos es la simple voz suya la que se encarga de arremolinarlos, irlos trayendo uno a uno, con cada gesto y matiz, la manera que tiene de referirse a las cosas comunes y corrientes, que suena a cosas que pasaron que uno de los dos se encontró alguna vez en alguna esquina de la vida: un color una palabra una sonrisa o un grito de dolor. El mundo común que soterradamente los mantiene unidos a tra­vés de los días, porque la gente inevitablemente pertenece al aire de una calle, al olor de una esquina de la ciudad. Ni vi­viendo en otros barrios de la ciudad ha podido perder ese ras­go característico de la gente de la Estación. Aun cuando deli­beradamente se haya apartado de ese lado de su vida, o apenas lo atisbe desde la ventanilla de un bus que pasa, igual que si le estuvieran huyendo a algún mal recuerdo y eso que siempre pregunta por lo que pasa a la gente, que nunca deja de saludar a los amigos, que todavía tiene memoria para tantos nombres y casos de la infancia. Nombres que todavía ocupan su sitio en esas calles, más viejas las casas, más viejos los hombres: muerto Tonín y, quién sabe algo de Sancocho. Cuando a él mismo en los días en que está alegre le recuerda cuestiones de baile, sus veinte años y ese incontrolable deseo de mantenerse en el mo­vimiento del baile, sudorosa, cerrando los ojos como si al bai­lar estuviera lejos de todo en un país lejano. Los días de "Nue­vo Mundo" los días aquellos de un baile en otro, siempre bus­cando el ruido del tango, de la rumba, con la cara húmeda de ese dolor, en esa maratón de baile y trago, por un cumpleaños, unas bodas, por lo otro, porque sí, porque me gusta simplemente: así la ve moviendo su cuerpo entre la música que i lleva, que ella misma lleva dentro en estos días en que Amalia canta los tangos con ojos alegres y le dice a él "qué hubo carablanca" y tienen sus palabras un eco de calor humano que nadie hubiera imaginado en ella, y lo pellizca y le dice qué hubo carablanca y la luz que le destella en los dientes tristes le llena el rostro de una rara ingenuidad: Amalia todo lo que ha cambiado el mundo desde entonces, acordarse uno de cuando ibas a la escuela Nariño de cuando te hacían rueda en los bailes lo que ha cambiado esta ciudad desde entonces y uno que si­gue como igual apegado a sus cositas mija si a veces hasta me parece que aquellos están vivos
momentos pues en que las frases son comunes, la coinci­dencia sobre un disco de moda, aquel concurso de tangos en el Coliseo, la voz de Armando Moreno, la época de Pepe Aguirre y sus valses, y lo mejor de la orquesta de Canaro, eso que sa­ben ambos de memoria pero que Amalia describe minuciosa­mente como a través de un itinerario de todas sus esquinas, de todas sus risas. De esto se va dando cuenta, palabras, lugares iguales. A veces hasta lo cita en voz alta delante de todos: que contarles lo verraco que era aquel chofer de Enciso que al que le tumbara un disco... porque Amalia usted ya es como mi sombra yo soy la sombra suya mi única familia en el mundo y así lo entiendo yo y así lo dicen los gestos suyos cuando de vez en cuando me mira y no es obstinación mía cosa que uno se inventa de buenas a primeras. Nuestros cuartos parecidos de sólo de palabras con el retrato de Gardel que ríe entre las som­bras A pesar de que ese sábado de lluvia entró a la Macarena con otro gil del brazo y él la veía desde su gallinero mientras caía la lluvia y se iba humedeciendo el periódico con que ella se cubría la cabeza y entre el silencio de la lluvia sonaban como ruidos celestiales los violines de De Angelis entre esa expecta­tiva oyendo que la música y la lluvia le decían cosas a ella tan inefables que no bastaban las palabras y no importaba ese man acompañante sino el susurro de los violines el estallido de los aplausos y entonces sí se veía como en una película de tango al borde de la lágrima y la barba
este hijo de Doña Resfa la que vendía panelitas de coco, mangos, platanitos bocado de rey, la viejita de gafas. Y de pronto entre su imaginación que no atina a nada que se queda de re­pente y a momentos entre las cosas del café, le viene pues un recuerdo y otros tan precisos que parecería como al borde de la muerte, haciendo recuento de todo: aquella culicagada que iba hasta la escuela Nariño en un Medellín que tal vez no existió jamás donde después de Vélez lo que seguía eran potreros y más aún después del río un mundo verde y arbolado y Toñín el arenero y su carro de caballo. Desde entonces la ve como si la estuviera guardando de algo y en ese entonces solamente aso­mados a los bonches del barrio a las peleas a los gritos, este el hijo de Doña Resfa, Amalia la de Toñín la hermana de Sancocho, así como al borde de la muerte viniéndose todo-encima todo-encima. Pero de pronto pues y con tal vigor que si saliera en ese momento a la calle se sentiría despistado se sentiría perdi­do en la fachada de un mundo que no conoce, un mundo des­conocido y agrandado. Tímido ante tanta cara nueva: encon­trándose únicamente en la melodía de ese tango que le trae imágenes donde ve a unos muchachos que juegan a las tapitas y él no juega sino que está ahí mirando al gordo Elkin, a Tripulo a Tajadita. Esto lo ve en la cara de Amalia, puesto de perfil a su música, con los ojos abiertos a todo lo que la vida sigue sien­do, agolpando entre la mano: aquel matrimonio de Alfonsín, ese baile que todavía se recuerda, nunca tanto trago y tanta gente, Amalia perfilando el trago con aquel tipo bajito y elástico. Fe­liz abrazando a todos y luego al irse en aquel carro de D. Gabriel, todavía tan feliz, él contra la pared con su vaso de cerveza y su vaso de cerveza, hoy que hace dos años que a D. Gabriel lo encontraron muerto entre un automóvil de su garaje. Aquellos tiempos de "La Campana", casi al comienzo de tanto ir y venir Por tanto sitio de la ciudad, mientras Medellín se agrandaba, Amalia camina detrás de algo y cada vez el trayecto de bus se hace más largo, él se asoma de a plazo, de meses o hasta de semanas, a lugares que nunca imaginó: un grupo de gentes diferentes en cada esquina, bajo una luz distinta, calles extrañas por ese itinerario de Amalia. Se decía o en voz alta lo mentaba, pensando en el respeto que podía infundir por ahí: "nosotros los de la Estación Villa", para que nadie se diera cuenta del culillo que sentía. Claro pues que a veces ella misma preguntara: vos te acordás de aquel café de Loreto —por ejemplo— entre un lenguaje de café completamente inentendible gritos y gestos detrás de los cuales nada podía descubrirse' Entonces sí es pues,, no sólo sentirse muriendo sino verse tam­bién como recuerdo: la clave de por qué de algún tiempo para acá lo que busca ella son estos cafés antiguos y sucios, estrechitos: le iba a decir a Amalia que nunca volvió por Restrepo Uribe que donde estaba "La Campana" han hecho un edificio de tres pisos, pero como siempre, lo que tiene para ella es la timidez, el titubeo.
—Qué tal te está yendo mijo?
—Igual Amalia, vos sabes que hay un punto de donde como que no pasa uno. Ahí se queda estancado.
—Pero te ves como más repuesto.
—Será el clima porque de esto es de lo que vive uno y de milagro pues. La que no cambia sos vos mijita.
—En el retrato de la cédula será. Esto se está poniendo muy verraco
—Pero aquí te va mejor no?
—Será mijo porque pagan menos y trabajo más. Fíjese en la cantidad de zungos que vienen por aquí. No la aflojan ni con purgante.
—Lo que pasa es que ya no se gana ni para los tabacos.
—No lo decía por vos mijo.
—Pero vos a esos sabes muy bien lidiarlos.
—Claro mijo quién tiene la culpa de haber nacido tan puta. Lo mismo pues?
—Sí negra, otra cervecita.
Se queda un rato el olor, la mansedumbre que el tiempo a su pesar le ha puesto en la cara y las manos. Él, vuelve la mira hacia el circulito de neón de la pared, mientras la mente se va quedando en blanco, es decir, en el recuento del lugar que sabe de memoria. Y automáticamente sabe de las tres cervezas que faltan, el gran rato de pensamiento y recuerdo, antes de lanzarme solo hacia el resto de noche de ese viernes.


(1968)


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Darío Ruiz Gómez: Graduado en periodismo y estética en España. Crítico de Arte y Literatura. Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Miembro fundador del Centro de Investigaciones Estéticas. Autor de numerosas publicaciones, algunas de las cuales han sido traducidas a varios idiomas.


Tango más acá del 40


Tango más acá del 40
Jaime Jaramillo Panesso

La mayoría de los tangueros de estas tierras colombianas» Y con mayor razón mis pai­sanos, se quedaron anclados con el tango de la década del 40 y las anteriores. Hay que ver la fruición con que escuchan cualquier clase de pasta fo­nográfica, escasa en calidad de música o de letra, con tal que sea "bien antigua" y la lluvia de cascajo no deje ni escuchar, muchas veces, lo que el intérprete hizo. Mirar para atrás con tanta reverencia, impide ver para adelante, con graves consecuencias, si se piensa que un género musical se va muriendo porque sus presuntos difusores y defensores no presentan alternativas a las nuevas generaciones.
La gran madurez del tango y sus composito­res e intérpretes está situada, a grandes rasgos, en los alrededores de 1950 y subsi­guientes, aunque la edad de oro esté mas atrás, si se trata de la multiplicidad de orquestas y cantores. El bandoneonísta de mayor calidad y de mejor estilo que haya existido, según la opinión del músico y compositor Astor Piaz­zolla, es Leopoldo Federico quien visitó a Medellín en 1984. Es uno de esos protagonistas del tango actual que no logró penetrar la muralla de silencio y aislamiento impuesta por las grabadoras locales y por los programadores después de la Segunda Guerra Mundial. De abuelos italianos, padres argentinos y alumno de importantes maestros del bandoneón, Leo­poldo Federico nació en 1927 en Buenos Aires. Advertimos desde ya que nada tiene que ver con Domingo Federico, puesto que no son siquiera parientes. Félix Lipesker de la Aca­demia Marcuccí-Llpesker y Marcos Requena están en la lista de sus profesores del instru­mento que comenzó a estudiarlo desde los doce años.
Si bien de chico Leopoldo admiraba a Miguel Caló, fue en la orquesta de Juan Carlos Cobián en donde comenzó a codearse con los inmorta­les. Era la segunda orquesta donde se instalaba como profesional puesto que antes debió na­cerlo en otra. Luego, cuando actuaba dentro de la orquesta de Víctor D"Amario, Alfredo Gobbi lo llamó a integrar su orquesta: "Con Gobbi aprendí muchas de las cosas que el tango tiene, por no decir que todas", Leopoldo Federico ha estado al lado, aprendiendo y aportando de Di Sarli, Osmar Maderna, Emilio Balcarce (como director de la orquesta de Alberto Marino), Héctor Stamponi, Piazzolla, Atilio Stampone, Florindo Sassone, Artola, Mariano Mores. Con la propia orquesta de Julio Sosa, hizo la yunta que elevó a la mayor fama la voz del cantante uruguayo. Leopoldo Federico y Julio Sosa sembraron una época brillante en el tango en los años sesentas: "Yo me siento orgulloso de haber sido su colaborador porque Sosa ha sido el último mito, el último personaje que arrastró multitudes, que fue querido en todo sentido, al margen de lo que él pudo haber sido con su carácter y sus cosas porque era bastante reacio. Pero con el público tenía una atracción espectacular... Me di cuenta de la magnitud de la personalidad de Sosa cuando tuvo el accidente. Cuando yo iba por la calle, por la misma calle que he pasado toda la vida, donde nadie me saludaba, hubo un cambio cuando Sosa tuvo el accidente: me preguntaban qué pasaba con él, que si se salvaría. Todo el mundo lo hacía: la viejita, el verdulero, el diariero, el vendedor de gasolina. En la puerta del hospital la gente permanecía abarrotada en la calle. Se les estaba muriendo alguien que los quería...".
Leopoldo Federico llegó a la admirada orquesta por él de Miguel Caló donde poco caló, ya que apenas lo acompañó en su debut en el teatro para no separarse del lado de Piazzolla: "De esta orquesta lo único que me acuerdo, dice Leopoldo, es que Caló se enojó por el traje, porque lo pagaba él y me pidió que lo de­volviera. Yo me había hecho un traje que no sé a quién le pudo haber sentado bien puesto que mis medidas no son comunes...". En efecto, quien haya visto la descomunal figura de Leopoldo sabe que sus vestidos no pueden "calar" en cualquier persona.
Porque Ernesto Sábato es una figura argen­tina e hispanoamericana de las letras y de la dignidad humana, Leopoldo Federico y Raúl Garello dedicaron un tango al hombre que, a su vez, tiene un libro sobre la historia y la clave de este género musical. En su último libro-entrevista, "Entre la letra y la sangre", Sábato señala algunos elementos relacionados con el tango como son el lenguaje y el sentimiento nostálgico. En un aparte dice: "Ciertos críticos de izquierda reaccionan por motivos que su­pongo políticos, temiendo o denunciando la tristeza como una actitud contrarrevoluciona­ria (extraña filosofía la de suponer revo­luciones por alegría!)". Y precisamente, ha­blando de la izquierda, Leopoldo Federico puso nombre a uno de sus tangos "Bandola Zurda" (bandola es una manera de decir bandoneón) porque está compuesto para la mano izquier­da: "el sonido de ese lado del bandoneón, donde se coloca la mano izquierda, es agradable, tiene profundidad, bordura, pastosidad".
Leopoldo Federico está en el justo medio del tango moderno sin hacerle concesiones a lo que él denomina "una confusión de notas y de cosas que lo único para lo que ha servido es para confundir a la gente". Es su crítica a los que se denominan "vanguardia" y que no llegan a tener la altura de Piazzolla en temas como "Adiós Nonino", "Triunfal", "Contratiempo", "Para lucirse", "El Desbande". En su pere­grinaje con otros grandes de la actualidad está su trabajo con Osvaldo Requena con quien ha laborado en Canal 11 de la televisión argentina y de cuya conjunción han salido efectuados temas como "Preludio nochero", "Milonguero de hoy" y, "Capricho otoñal". Un LP de solos para bandoneón, con arreglos del propio Fede­rico constituye una rareza y una exquisita joya del tango instrumental, el mismo que luego sería editado en el Japón.
Otros compañeros de generación musical de Leopoldo Federico y que proyectan, como él, el tango son los músicos y compositores Julián Plaza, Horacio Salgan y Osvaldo Berlingheri, Acompañan también a esta generación los guitarristas Roberto Grela y Ubaldo de Lío, el pianista Fulvio Salamanca, músicos directores como Osvaldo Piro, José Basso, José Collángelo, Ernesto Baffa. Quedan en el tintero otros de esta nueva generación cuyos valores musi­cales apenas sí asoman entre nosotros.
Con el Trío Berlingheri, Leopoldo compuso algunas milongas: "Calientísima", "Piciano", "Diagonal Gris".
Sin embargo "el mayor peligro para la vida del tango es la falta de intérpretes... puede terminarse el género con la extinción de la "raza" de los ejecutantes, de los intérpretes. Ahí está el grave peligro, porque inventar un músico es muy difícil. Cantores hay diez en cada barrio. Hay tipos que se creen que son Gardel. Yo conozco infinidad de gente inteli­gente, médicos, abogados, que tienen el "berretín" del canto. Cantan como la "mona", pero quieren cantar... pero el músico no lo puede inventar uno... Por ejemplo en mi instrumento, el bandoneón, cuando yo comencé había conmigo una generación de bandoneonístas que estábamos atrás adorando a los grandes del instrumento, que estaban en vi­gencia, tratábamos de imitarlos, los estudiá­bamos y esperábamos que se nos diera la oportunidad. En cambio ahora no hay nadie detrás nuestro. Cuando nosotros desaparez­camos ¿quién nos reemplazará?
Es todo un documento histórico y musical de la vida del tango la entrevista, larga y cordial, que con el músico, arreglista y compositor, Leopoldo Federico, publica la Revista de la U. de A. en su número 117 y que actualiza a los tangueros y amantes de la música popular, como se puede observar en las opiniones e informaciones que para este escrito hemos entresacado para los lectores.

¿QUÉ TANTO TANGO TENGO?


¿QUÉ TANTO TANGO TENGO?

Jaime Jaramillo Panesso

El tango es el ritmo principal de un género musical que se denomina “la música ciudadana”, de la cual hacen parte la milonga, el vals y el candombe. Se llama música ciudadana por haber surgido en las ciudades de Buenos Aires y Montevideo, a orillas del Río de La Plata, río que separa a la República Argentina de la República Oriental del Uruguay. De ahí que al tango lo llamen la música rioplatense. Y aunque existen otros géneros musicales que germinan en la ciudad, como el jazz en Nueva Orleáns o la salsa en Nueva York, el primero tiene raíces de negros esclavizados en las plantaciones, y la segunda proviene, no tan remotamente, de los trovadores y congueros cubanos, cuya evolución cae en el terreno abonado de los emigrantes latinos a los Estados Unidos, incluyendo a los cubanos que huyeron de la isla. El tango es enteramente ciudadano. No tiene relación con los gauchos ni con las tonadas indígenas, aunque existe una milonga rural y otra milonga urbana, que coayuda, con la habanera, a gestar el tango.
El tango llega a Medellín antes que Gardel, en discos de pasta en 78 rpm. Moviendo sus compases maliciosos y falderos en las victrolas de cuerda y pinchados por agujas, cavaron la muerte de los propios discos, con surcos fagocitos que se alimentaron con las canciones allí grabadas. Desde aquellas fuentes nacieron los coleccionistas, personajes a los cuales se deben los archivos y el goce de museo que los embarga. Otro camino que el tango escogió para llegar a Medellín fueron las “compañías teatrales”, que con revistas musicales y entonaciones cupleteras, llevaron el tango, con sabor español, a las ciudades del continente hispanoamericano. Díganlo las voces de Juan Pulido o Imperio Argentina, por ejemplo.
Hoy el tango ha recorrido en nuestra ciudad varias etapas: los esplendorosos años de los Festivales Internacionales con el apoyo del gobierno argentino que desde 1968 estuvieron articulados a la extinta Casa Gardeliana, vida popular y maleva de un tango que se asentó en el barrio Guayaquil, en las esquinas de Bello, Envigado e Itaguí, en los barrios Manrique, La Toma, Aranjuez, Moravia y Belén-San Bernardo. Se escuchaba en las cantinas y emisoras, en los patios universitarios con la muchachada cantando en coro el tango criollo “Lejos de Ti”.
Ninguna música popular latinoamericana pudo contener el paso huracanado de mercado internacional rockero. Además es necesario reconocer que la forma de sentir el amor y de enredar las gargantas y las neuronas no es lo mismo alrededor de un aguardiente o un pernod, que en la oferta febril de los alucinógenos y la emancipación femenina, cuando la emancipación iba más allá de la píldora y la estentórea mueca musical.
Sin embargo, como los cristianos en las catacumbas, la música ciudadana persiste, sobrevive, no importa la reminiscencia de una cumparsita inextinguible. Medellín vive el tango en los pies alegres de cientos de jóvenes que lo bailan en las academias o escuelas de baile. Son ellos la fortaleza del tango, han inventado pasos y vestuarios, han sacrificado tiempo. Pero triunfan en el exterior y son, cuando menos, iguales a las parejas de baile argentinas. Un equipo de músicos profesionales que tienen formato de quinteto, seis parejas de baile, tres voces masculinas y una femenina conforman el espectáculo de “Vos Tango” que con su voz, música y danza ganaron en la Argentina, días recientes, el premio al mejor conjunto de cultura integrada tanguera.
Con razón el Concejo municipal estableció el Festival Internacional de Tango en Medellín, a realizarse, posiblemente, a partir de 2007 en la fecha conmemorativa del 24 de Junio, aniversario de la creación funeraria y simbólica, a la vez, del mito Carlos Gardel. Este es un reconocimiento a un hecho cultural que superó a los argentinos y uruguayos, que hace parte de la historia de Medellín, que no se opone a los demás géneros musicales que abundan en la ciudad, como la música guasca y de carrilera, el rock, la ranchera mejicana, la salsa y el porro, el bolero y la balada, el vallenato, por señalar algunos, como tampoco excluye el trabajo de las sinfónicas y filarmónicas en la tarea inconmensurable de la música de escuela, mal llamada música culta, tan articulada a la música coral. Sean bienvenidos los estímulos al tango que persiste en evolucionar en las manos de Salgán, Berlingheri, Leopoldo Federico, Marconi, Garello, Adriana Varela, María Graña y las juveniles orquestas de aquí y de acullá. Que el corte y la quebrada brillando en las pantorrillas de Adelaida Mejía, lleguen tan alto como el silbo de un pájaro cantor.

Medellín, febrero de 2006

EN HOMENAJE AL GORDO ANIBAL MONCADA

POEMA EN LUNFARDO, EN HOMENAJE AL GORDO ANIBAL MONCADA -

Gustavo Escobar Vélez


A MI GOMIA EL DOGOR

SOS UN CACHO GRANDOTE DE GOTÁN
Y EN LA AMISTAD JAMÁS SERÁS UN FAYUTO
ARQUETIPO DE RANGO Y GRAN BACÁN
NUNCA FUISTE DE BRONCAS CON CACHUZOS.

SOS LA MILONGA, SOS EL VALSESITO
Y SOS EL SOBRADOR DEL FIRULETE…
¡ARACA! SAN ROMUALDO TE SIGUE DESPACITO
CAMPANEANDO TU CUORE DE PURRETE

ÑORSE DE LA NOCHE, RUISEÑOR DEL ALBA…
PRÍNCIPE DE BOLICHES Y GARUFAS:
EN ESTOS VERSOS MI EMOCIÓN CHAMUYA
SOBRE EL FUEY SONORO DE TU ALMA

VOCABULARIO

GOMIA: POP. FORMA VÉRSICA DE DECIR AMIGO
CACHO: PEDAZO
FAYUTO: FALSO
RANGO: JERARQUÍA, ORDEN DE PERSONAS Y DE COSAS
BACÁN: DUEÑO, PATRÓN
BRONCAS: ALTERCADOS, DISPUTAS
CACHUZOS: SUCIOS, DETERIORADOS
FIRULETE: EN EL BAILE, PASOS COMPLICADOS QUE DAN LOS BAILARINES
PARA DEMOSTRAR DESTREZA
¡ARACA!: ATENCIÓN. CUIDADO. VOZ DE ALARMA
SAN ROMUALDO: ES LA FORMA PARTICULAR COMO ANIBAL MONCADA
LLAMA A CARLOS GARDEL. LO CONSIDERA UN SANTO QUE
LE HA HECHO MILAGROS
CAMPANEAR: VIGILAR
CUORE: CORAZÓN
PURRETE: NIÑO, MUCHACHO
ÑORSE: SEÑOR AL VESRE (REVÉS)
BOLICHES: LUGAR DONDE DESPACHAN O VENEN BEBIDAS. BAR, CAFÉ
GARUFAS: DIVERSIÓN, JUERGA
CHAMUYAR: CONVERSAR
FUEYE: BANDONEÓN

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Abril 28 del 2007

Enrique Rodríguez dirigió la orquesta de todos los ritmos


Enrique Rodríguez dirigió la orquesta de todos los ritmos

Carlos E. Serna S.

Enrique Rodríguez contó en su patria con una orquesta que se caracterizó como "de todos los ritmos". Interpretó tangos, milongas, valses, co­rridos, rancheras, polcas, pasodobles, foxtrots ("trote de la zorra". Aquilino Enrique Rodríguez Ruiz nació en Buenos Aires el 8 de marzo de 1901. Falleció allí el 4 de septiembre de 1971.
La historia de su orquesta comienza en el Barrio Flores, en el Cine Teatro Pueyrredón, en 1933. Ahí actuaba la famosa actriz María Luisa Notar, luego esposa de Enrique. La acompañaban Carlos Pampillón, Eusebio Giorno, José Alma y el bandoneonista Enrique Rodríguez. Tal fue la base de la orquesta "de todos los ritmos". Pasaron a Radio Belgrado como orquesta estable. Acompañaron a Andrés Falgás y a Francisco Fiorentino.
En 1936 nació la Orquesta de Enrique Rodríguez, con Eusebio Giorno, piano; José Alma, contraba­jo; José Pane, José Pérez, Horacio Somariva y Leo­nardo Fabre, bandoneones; Carlos pampillón, José Lijó Requena y "Lucho", violinista, este último también baterista. Su cantante era Carlos Guemes (no grabó) y debutó la Orquesta en el Caba­ret Sing Sing.
En 1938 Rodríguez se lanza con los foxes, rum­bas y corridos en la voz de Roberto "El Chato" Flores (1907 - 1981). Los éxitos empiezan con Jarangón. Bombólo, A la huacachina. Encantador de serpientes, Las Espigadoras, Frú-Frú, La Colegia­la, Para mí eres divina, etc. En 1939 Rodríguez y Enrique Cadícamo compusieron el vals Tengo mil novias, suceso por "El Chato". Luego grabó "Sa­lud, dinero y amor", otro éxito de gran tamaño.
En 1940 sale Flores y entra Armando Moreno (Armando Orencio Bassi Marianetti) y debutó el 22 de mayo de ese año 40. Grabaron A media luz, Ay Catalina y Falda Moneda. También: Amor en Budapest, En la buena y en la mala. Se va el tren. La Higuera. Hice el testamento, y algo más. En 1943 Roberto Garza es ejecutante y arreglista. Entran Armando Cupo y Carlos Caferata. El grupo así formado grabó Tabernero, Todo va bien. Sil­bando un tango, Horas, El Tilín Tilín, La canción del Linyera, Noches de Hungría, Cómo se pierde la vida. Mis harapos y El niño de las monjas, en voz de Moreno.
En una nueva época entró el violinista Orlando Perry, responsable de incorporar la tuba en lugar del contrabajo. De ese tiempo quedaron graba­ciones como El Encopao, La canción del soltero, Manos brujas, Qué casualidad. Qué puntada, Suer­te loca, Todo va bien, Rumbita candombe. Diez saldaditos. Yo también tuve un cariño, Contando las estrellas, Por mis trabucos y el porro Santa Marta, del costeño Francisco "Chico" Bolaños Marzal. Moreno salió en 1953 con varios músicos. Cambió el ritmo de la Orquesta, con swing distin­to al original.
En el 53 quedaron Mario Mignona, Eduardo Cor­dobés, Ricardo Várela, Santos Rivero, Orlando Pe­rry, Eduardo Duberli, Salvador Eskinazi, Ricardo Samo y José María Torres, éste en tuba. Cantante fue Roberto Videla y grabó Japonesita. Salió Videla y entro Fernando Reyes, quien grabó Adiós Pilar y Era una tarde de toros. En 1955 salió Re­yes y entró Ricardo Herrera, quien grabó La Bue­naventura y el fox Isabel. En el mismo año en­traron los cantantes Osear Galán y Omar Quiros. El primero grabó Dónde estará mi vida, Adiós, adiós amor y mentirosa, a dúo con Quiros, quien también grabó temas interesantes. Regresó Mo­reno y había tres vocalistas en 1956: Galán, Qui­ros y Moreno. Este último se retiró en 1963 y en julio de tal año viajó a Colombia, donde se que­dó y murió en Bogotá el 8 de octubre de 1990. Moreno, en su última etapa con Rodríguez, gra­bó Si un amor pasó, Para vos mamá. Mi caballo bayo. Colombiana, El preso número nueve. Te venís con todo, La luna se llama Lola, Nunca en domingo, La pollita, etc.
En el 63 ingresó el cantor Ernesto Falcón, y gra­bó Dos cruces. El sombrero, El paso doble, Zapa­tos rotos. Si vas a Calatayud, Mantón, La fuerza del amor. Un besito, En un bosque de la China, El relicario. Castañuelas, etc. Con Quiros se graba­ron temas corno Pero hay una melena, Esa mu­chacha. La hija del penal. Tamboriles, Titina, Niño bien. El beso. etc.
Moreno era alternante ocasional. Ro­dríguez vino a Medellín en 1965. Al morir en 1971, Orlando Perry fue el director. En 1981 vino el grupo a Medellín con su cantor Ornar Quiros. Los vocalistas Cruz Montenegro y Jorge Lagos, actuaron en 1970. Cruz grabó La nave del olvi­do, Chiquillada, Todo pasará. Compasión y Allá en el rancho grande. Montenegro murió en 1972. Lagos grabó Ole morena, y a dúo con Falcón, Mantelito blanco, Rubias de Nueva York, Claveli­to Chino Jarangón.
Tal, pues, un bosquejo déla "orquesta de todos los ritmas" y de su director Enrique Rodrí­guez, quien con Armando Moreno fueron considerados, y así quedaron para la pos-teridad como "Los reyes del fox".
(El Colombiano)