jueves, 17 de junio de 2010

Gardel era gardeliano


Manos en el fuego
Gardel era gardeliano
Jaime Jaramillo Panesso

Don Carlos Gardel, hijo presunto de Berta Gardés, lavandera de profesión, oriundo de Tacuarembó en Uruguay (dicen unos) o de Toluosse en Francia, (dicen otros), pasajero del mundo, cantante nocturno de tangos “borrachos” de amor, caballero elegante de sombrero de ala ancha, smoking perfumado con esencias parisinas y cabello peinado con Glostora, para verse pinta a toda hora.
Don Carlos Gardel, hijo de padre desconocido y compinches conocidos, que anduvo por la Plaza Minorista llamada del Abasto, play boy en las calles de Barcelona, fanático del fútbol como todo argentino que pase por el calidoso espejo de una balón sin estrenar, Señor maniancho en los cabarets de la capital de Francia, anclao en Paris sin saber el idioma del Sena y del café rosado de Notre Dame por donde espantaban el pincel de Manet y el lápiz de Degas.
Don Carlos Gardel, mal guitarrista y estupendo apostador en carreras de caballos bayos y perdedores por una cabeza. Amigo de un poeta que leía a Amado Nervo llamado Alfredo Le Pera, el día que me quieras llevame a mi Buenos Aires querido. Ambos se la pasaban viajando en barcos que atravesaban el Atlántico mientras tarareaban guitarra, guitarra mía. Y para ponerle tiza al chamuyo, callate Ventarrón.
Don Carlos Gardel, victorioso galán engalanado en el cine con rubias de Nueva York, constipado en los muelles del Riachuelo y cazador de gripas en los inviernos bonaerenses en compañía de Isabelita del Valle, su novia virtual encendida de ausencias y embarazada de silencio en la noche, cuando sus pestañas se durmieron con la última copa de pernod.
Don Carlos Gardel, infinito en la voz , afinado en su teclado dental, eterno pariente de la gomina espiritual del tango, ciudadano de la academia universal de la milonga, premio mayor al más alto cazador de golondrinas de un solo verano, farfullante actor del escenario donde van las caravanas del recuerdo y las madreselvas en flor. Don Carlos Gardel, muchacho adelantado que cruza por la calle cuesta abajo persiguiendo un farol, una vecina de cristal murano, un perro color de almendra y un pentagrama con mariposas amarillas desteñidas que se cuelan en el almanaque Bristol donde se registran los setenta y cinco años de su ascenso al reino mágico mitológico de los duendes, de los cantores que no mueren por morir, sino para hacer sufrir los corazones de los vivos, de los que tienen una escarapela donde rige volver con la frente marchita.
Don Carlos Gardel, ciudadano de todas las ciudades, esforzado escudero de la lejana tierra suya en la cual quería morir con su consuelo remojado en mate. Pico de oro que transformó en música ciudadana todos los temas que descansaron afónicos en sus manos de timbre y diapasón.
Don Carlos Gardel, el cantor que durante las noches de junio sale por los pasillos del aeropuerto de Medellín, saluda a los vigilantes, reparte quinielas y arrugados mamoncillos de la cosecha 1935, miel seca, nota de canción y puerta de aluminio de un avión incendiado que no pudo abrir, en aquella tarde del día 24, sexto mes del año 35, cuando en llamas su canto de zorzal, mudo zorzal que no deja de cantar, supimos que sus ojos se cerraron para siempre, adiós.

2 comentarios:

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