sábado, 31 de julio de 2021

El tango de la Guardia Vieja / Arturo Pérez-Reverte


 El tango de la Guardia Vieja / 

Arturo Pérez-Reverte

En noviembre de 1928, Armando de Troeye viajó a Buenos Aires para componer un tango. Podía permitírselo. A los cuarenta y tres años, el autor de Nocturnos y Pasodoble para don Quijote se encontraba en la cima de su carrera, y todas las revistas ilustradas españolas publicaron su fotografía, acodado junto a su bella esposa en la borda del transatlántico Cap Polonio, de la Hamburg-Südamerikanische. La mejor imagen apareció en las páginas de Gran Mundo de Blanco y Negro: los De Troeye en la cubierta de primera clase, él con trinchera inglesa sobre los hombros, una mano en un bolsillo de la chaqueta y un cigarrillo en la otra, sonriendo a quienes lo despedían desde tierra; y ella, Mecha Inzunza de Troeye, con abrigo de piel y elegante sombrero que enmarcaba sus ojos claros, que el entusiasmo del periodista que redactó el pie de foto calificaba como «deliciosamente profundos y dorados».

Aquella noche, con las luces de la costa visibles todavía en la distancia, Armando de Troeye se vistió para cenar. Lo hizo con retraso, retenido por una ligera jaqueca que tardó un poco en desaparecer. Insistió, mientras tanto, en que su esposa se adelantase al salón de baile y se entretuviera allí oyendo música. Como era hombre minucioso, empleó un buen rato en llenar con cigarrillos la pitillera de oro que guardó en el bolsillo interior de la chaqueta del smoking, y en distribuir por los otros bolsillos algunos objetos necesarios para la velada: un reloj de oro con leontina, un encendedor, dos pañuelos blancos bien doblados, un pastillero con píldoras digestivas, y una billetera de piel de cocodrilo con tarjetas de visita y billetes menudos para propinas. Después apagó la luz eléctrica, cerró a su espalda la puerta de la suite-camarote y caminó intentando ajustar sus movimientos al suave balanceo de la enorme nave, sobre la alfombra que amortiguaba la lejana trepidación de las máquinas que impulsaban el barco en la noche atlántica.

Antes de franquear la puerta del salón, mientras el maître de table acudía a su encuentro con la lista de reservas del restaurante en la mano, De Troeye contempló en el gran espejo del vestíbulo su pechera almidonada, los puños de la camisa y los zapatos negros bien lustrados. La ropa de etiqueta siempre acentuaba su aspecto elegante y frágil —la estatura era mediana y las facciones más regulares que atractivas, mejoradas por unos ojos inteligentes, un cuidado bigote y un cabello rizado y negro que salpicaban canas prematuras—. Por un instante, el oído adiestrado del compositor siguió los compases de la música que tocaba la orquesta: un vals melancólico y suave. De Troeye sonrió un poco, el aire tolerante. La ejecución sólo era correcta. Después metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, y tras responder al saludo del maître lo siguió hasta la mesa que tenía reservada para todo el viaje en el mejor lugar de la sala. Algunas miradas se fijaban en él. Una mujer hermosa, con pendientes de esmeraldas, le dedicó un parpadeo de sorpresa admirada.

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